Camposanto

Por Bruno Marcos

Bruno Marcos
29/10/2017
 Actualizado a 19/09/2019
Una de las visitas realizadas al cementerio de León hace una semana para poner en valor su patrimonio. | DANIEL MARTÍN
Una de las visitas realizadas al cementerio de León hace una semana para poner en valor su patrimonio. | DANIEL MARTÍN
Cuando el viajero llega a Estambul y camina por las calles principales hacia el centro, un poco antes de Sultanahmet, la gran plaza en la que se asienta milenaria la insuperable belleza clásica e intemporal de la basílica de Santa Sofía, encuentra entre los edificios y comercios una verja solitaria sin nada detrás, un solar donde los ruidos se deshacen, un jardín poco cuidado entre cuyas plantas yacen piedras labradas, escritas con caligrafía otomana muy borrada. Se trata de un pequeño cementerio abierto al público. Al fondo tiene unas sillas y unas mesas y cuando el viajero, un poco sorprendido por que en el interior del diminuto camposanto haya un bar, se sienta entre las tumbas y toma un té de manzana lo entiende todo mientras una gran paz le envuelve.

Días después a buen seguro le llevarán a lo alto del Cuerno de Oro, a un lugar donde está el café llamado del escritor Pierre Loti, desde el cual se divisa todo el Bósforo y la ciudad mágica, para bajar, luego, caminando por la necrópolis gigante de Eyüp, en la que las familias estambulitas pasan la tarde de los días festivos alegres como el mejor jardín.

A nosotros, que huimos de la muerte hasta confinarla enteramente en las últimas estancias del subconsciente como un enigma irresoluble, no nos gustan los cementerios. Estamos el tiempo preciso en ellos y apenas cae el sol la cancela se cierra y la entrada está prohibida. Nos comportamos como si fuera obligado hacer cumplir el verso becqueriano aquel de ‘qué solos se quedan los muertos’. Hasta que no se tiene en el camposanto a uno de los seres más queridos no se supera ese recelo, esa impresión asfixiante de miles de almas quietas señalando el futuro sin futuro de todos. Desde ese momento el espacio de los muertos se nos vuelve más familiar y se pasea de otra forma entre las tumbas y ya no hay tanta prisa.

Hace pocos días quien esto escribe acudió a una visita guiada por nuestro cementerio a riesgo de ser acusado de lúgubre. Ya lo había investigado uno un poco. El cementerio es historia y memoria y literatura y arte y, aunque parezca contradictorio, vida. En cierto modo un relato paralelo de la ciudad. En toda la visita la guía, muy atinadamente, se refería a la urbe viva como espejo de la urbe muerta y viceversa, como si en aquellas tumbas estuviese el plano de la ciudad y de las cosas, el relato de todos, del pasado pero también del presente. Varias personas difuntas hace bastante que hasta ayer sólo eran para nosotros nombres de calles. Muchos sepulcros con nombres que nos suenan, apellidos que se cruzan, nombres y apellidos que hemos escuchado, padres, abuelos, bisabuelos de los que andan con nosotros por las calles.

Fechas y años, vidas que transcurrieron entre dos cifras. También lápidas con letras caídas o borradas, tumbas y más tumbas que se disuelven en el olvido y son como espigas, árboles o nubes. ‘Donde habite el olvido, en los vastos jardines sin aurora’, los versos que tan bien tomó Cernuda del pobre Bécquer para conmover el tiempo sin nuestro tiempo. Romanticismo insatisfecho, eterno, como el misterio de existir.

Manriqueñamente han ido todas las almas a sus sepulcros, los ricos con estatuas plañideras y los pobres con la losa vencida o a la fosa común. Y todo el arte mortuorio con su repertorio, el alma que se eleva, el Cristo yacente enmusgado, la Virgen lacrimosa, María con Jesús, el angelito triste, pensativo y lloroso, la cruz torcida, las letras de plata u oro viejo o esculpidas en la piedra, guirnaldas, flores de metal o mármol, todo el arte mortuorio sujeto al cielo por cipreses.

El panteón de ilustres, que fuera de la Condesa de Sagasta, hija de Práxedes, tantas veces presidente de ministros, todo vacío, a excepción de las cenizas de Gordón Ordax, presidente nuestro de la república española en el exilio cuya casa vimos caer este mismo año sin paliativos. Y el pequeño Taj Mahal, al joven fallecido, la piedra y el árbol de Crémer, el sencillo nicho del alcalde Miguel Castaño fusilado al comenzar la guerra… y sobre todo la tumba de ese hombre barbado y calvo, picapedrero, autodidacta, artista y filántropo, Julio del Campo, que recibe al visitante casi en la puerta y que, petrificado de su arte, sujeta la maza, los libros y a Cristo, mientras sobre él, paralizado, aletea el negro murciélago con cabeza de calavera y cuerpo de reloj de arena asegurando: ‘Tempus fugit’.
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