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La digestión de agosto

26/08/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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El viento de agosto, caliente y perezoso, barría las calles vacías del pueblo amontonando el polvo en las esquinas y zarandeando los viejos papeles que anunciaban una humilde orquesta desde la pared de adobe y piedra vista en la antigua plaza grande. Como crías de polluelos, los viejos salían de sus casas arrastrando las zapatillas a recibir unas migajas de orujo entre la cafeína y la porcelana.

Tomás no tomó postre ese día. Sentado a la mesa frente a Petra, desvió la mirada hacia la ventana y torció el ceño al ver la calle desierta. ¿Dónde habrán ido todos? Se despidió sin recoger su plato y dio un portazo antes siquiera de ponerse los zapatos. Mientras los banderines de la calle bailaban al ritmo del viento entre los tejados, Tomás saludó con la mano al vecino, que le correspondió con un «es fuego esto, amigo». Continuó su peregrinaje y fue al mirar al cielo cuando reparó en el molesto ruido que hacía a la hora de la siesta aquella guirnalda quemada por el sol que solo unos días antes había sido testigo de la cadenciosa huida de los habían llenado el bar, la plaza y el río.

Al llegar, pidió lo de siempre y ojeó el periódico mientras esperaba por los demás. Leyó los titulares por encima y se cercioró de lo que ya había anunciado Petra mientras lavaba la lechuga esa misma mañana: «Las reservas hidráulicas de la provincia se desploman».

–Sí, Tomás. Otro año igual… –corroboró su cuñado desde el otro lado de la barra mientras pasaba el paño a unas copas bajas que apilaba cuidadosamente en la estantería de madera– No cae ni una gota y estamos sin agua.

El hombre, viejo y cansado, se quitó la gorra, dio un rápido sorbo a su café y alzó la vista. En lo alto del monte pudo ver que salía humo.

–Sí, Mario. Más de lo mismo. Mira, lo que nos faltaba... Ya están otra vez echando agua con los helicópteros. Hay que joderse.

Y así, sin gente, sin agua, pero con fuego, «Vetusta hizo la digestión del cocido y de la olla podrida, mientras descansaba oyendo entre sueños el monótono y familiar zumbido de la campana que retumbaba allá en lo alto de la esbelta torre».
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