carmen-busmayorb.jpg

John Lennon en Praga

08/02/2019
 Actualizado a 13/09/2019
Guardar
Estoy en mi soleada habitación, bueno, en esta casa el sol la envuelve toda, la anima toda, la convierte toda en atractiva claridad. Estoy en la cama. Mientras cuaja la madrugada con total normalidad. La pared frontal, verde pistacho como las restantes, deposita en mi mirada castaño seis cuadros callejeros acompañados por cuatro mariposas construidas en cerámica. En este instante me interesan sobre todo dos. Uno adquirido a un pintor callejero en Italia de tendencia vertical, elaborado con coloridas acuarelas, en tanto el otro, horizontal, trabajado igualmente con variadas acuarelas, más acorde con el asunto que envuelve este escrito, nos lleva a la muy famosa Praga, en concreto a la bien colorida casita en la que vivió con su hermana el filósofo, judío checo cuya obra escribió en alemán, Frank Kafka, en el ‘Callejón de Oro’, así llamado por los anteriores orfebres residentes allí, previo a hacerlo en otra superior tal cual era la de Bbilekgasse donde escribió ‘El proceso’.

En tal Callejón, aledaño al Castillo, con sus once casitas envueltas en colores diversos y abundante en tiendas abastecidas con recuerdos kafkianos, vivió durante poco tiempo también el Premio Nobel de Literatura, Jaroslav Seifert.

Durante este viaje semanal a la capital de la República Checa fui acompañada por mi amiga Dulce. Nos hospedábamos en un hotel económico alejado del centro con derecho nada más a habitación, próximo a un pabellón deportivo. La cuestión comida la realizábamos en cualquier sitio mediante bocatas, productos en conserva, algún botellín de agua o fruta o cualquier otra menudencia o nadería. Cuando queríamos poner una guinda destacada al condumio acudíamos al El café Louvre o al Mozart. El pecunio no daba para mucho. Lo pasábamos bien, ya atravesando despacio para poder vivirlo mejor el simbólico, medieval, pétreo Puente Carlos, quien establece la unión entre la Ciudad Vieja y la Ciudad Nueva mientras soporta un hormiguero de turistas y artistas callejeros como el pintor al que yo le compré un grabado naif con una interpretación muy particular de este puente con mucho color ubicado en el corto pasillo habido en mi casa acompañado por una acuarela tan grande como oscura adquirida en Oporto por el mismo sistema, la cual hoy detesto, como también un tenebroso óleo comprado en Túnez. Reconozco que tal sucede por mi escaso conocimiento artístico, motivo por el que me dejo llevar por el sentimiento, las emociones o la historia singular lugareña, es decir, en realidad pretendo leer en las paredes caseras el libro de mis viajes. Me valen cuadros, máscaras, platos, iconos, santos, dagas, jarras, ropa. Menos calzado todo aquello que me permita al contemplarlo conectar con su procedencia y más. Esa inclinación, apasionamiento por traer objetos correspondientes a los sitios visitados sigue vivo, aunque últimamente lo he frenado mucho. Lo importante es que nuestro provincialismo se abría, enriquecía día a día. Caminábamos, cogíamos el tranvía, nos sentábamos con tantísimos turistas en la Plaza de la Ciudad, contemplábamos el reloj astronómico con sus doce apóstoles. Una tarde resultó tremenda. Un eclipse solar apareció de pronto. Un viento indomable, irascible, huracanado arrancaba paneles, muros, andamios, mesas, sillas, casi personas, ni una mínima luz, la noche invadía el mundo. Ambas, refugiadas en unos soportales creímos que el fin del mundo había llegado. Menos mal que pasada media hora o así amainó la cosa. Se hizo la luz, muy deseada, y asomamos los rostros aún desencajados para escuchar a dos jóvenes haciendo música en plena calle.

Ah, dos curiosidades: una concerniente a Jan Neruda y la otra a John Lennon. Ambas tienen lugar en el pequeño Barrio praguense de Strana. En él existe una calle dedicada a Neruda, pero ojo, no es el poeta chileno, Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda, sino el checo Jan Neruda a quien justamente el chileno le ‘robó’ el nombre. La segunda, en realidad es un deseo incumplido: siento no haber dejado un graffiti en el muro de John Lennon, así nombrado desde los ochenta por tantos graffitis a él y a su grupo dirigidos.

Y como quiera que ahora, felizmente, se me vino a la memoria el cementerio judío de Praga, quede constancia aquí que en el barrio de Josefov se halla este impresionante cementerio con cien mil muertos, único lugar durante 300 años donde sólo se podía inhumar a los judíos. Un par de veces acudimos a esta desordenada , pétrea humildad. Me asiste la seguridad de que el Golen sigue presente. Bendito sea el rabino Judah Loew, ‘el Maharal de Praga’.
Lo más leído