05/05/2021
 Actualizado a 05/05/2021
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Precisaba cambiar de paisajes, por eso, el segundo jueves de abril, acompañé a mi hija hasta la pequeña ciudad leonesa en que actualmente trabaja. Por eso y porque, por un lado, me permitiría saber aún más, a través de su vital conversación, sobre su estar, anhelos e inquietudes personales y profesionales, sobre su hacerse, y, por otro, porque durante su jornada laboral yo dispondría de tiempo libre para, a la intemperie, en lugares abiertos, atemperar quemazones de personales yerros, aquietar mínimamente desánimo y desconcierto –esa «desagradable sensación de no saber lo que sucede alimentada por la todavía más desagradable sensación de no saber lo que sucedió», que enseña Rafael Argullol en su ‘Breviario de la aurora’–. Para intentar despejar íntimos nublados cordiales. Digamos que, por lo uno y por lo otro, me procuré una mañana de nubes, las propias, y soleados claros, los del compartir y conocer, aún más, a mi hija.

Junto a su lugar de trabajo, en una pequeña chopera, la algarabía de unos grajos me sacó con sus graznidos del encantamiento de la filial conversación y me condujo al propósito asignado al tiempo de libre disposición.

Callejeé lento, cafeteé con frío y entibiado de sol, hice fotografías, redescubrí la localidad años sin visitar. Y todo mientras daba vueltas a mis cavilaciones, mientras repasaba mis posibles aciertos y errores en mi propia construcción como hombre, como ser humano.

Recordé gozoso –a veces me funcionan neuronas de la memoria– lo cerca que estaba del que fue el más importante centro alfarero de León, de Jiménez de Jamuz, donde, con un poco de suerte, sin duda podría observar la milagrosa transformación del barro, por las manos del hombre, en bellos útiles del vivir.

Sin más, volví al coche y me dirigí hacia el pueblo.

Cada vez más retraído busqué el Alfar-Museo con la intención de saber en qué taller podría ver a un alfarero moldear el barro. Amable y grata sorpresa fue que, quien ahora sé Jaime Argüello, me dijese «aquí mismo, forma parte de la visita». Con qué amable paciencia respondió a cuanta pregunta le hice durante la visita y sus enseñanzas; qué lección de transformación y creación material y humana el torneado del barro cantarero, desde el domar y abrir la pella hasta ver el cacharro, la pieza, terminada. Mas, sobre todo, qué continua gratitud y veneración por su Maestro alfarero don Martín Cordero.

Desde ese día, más de barro me veo y más alfarero de mí mismo me sé. No soy, me hago o construyo acto a acto.

¡Salud!, y cuiden y cuídense.
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