Si hay una frase que te martillea la cabeza —cuando alguien te lleva a la esquina de la barra para contarte una cosa muy personal y secreta— es aquella que tanto se repite de que «en un pueblo no hay secretos, al final todo se sabe».
Seguramente porque, pese a las apariencias y los envoltorios, quieren que todo se sepa.
Y el rapaz de la pintada, me apuesto una vaca contra una perrona, nada ansía más que la aludida Carla intuya —¡qué coño, lo sepa!— quién es ese admirador presuntamente secreto. Nada espera más que la primera mirada que se crucen después de que en el viejo templete de la orquesta apareciera el texto del I love...
Que en los pueblos no hay secretos y ni te has preocupado de disimular la letra.
Un viejo amigo, corresponsal de la ‘anterior’ Crónica, se metió a novelista y empezó una decalogía (se acababa de jubilar) con una trama de drogas, prostitución y corrupción basada en hechos absolutamente reales, decía él. La prudencia le aconsejó firmar con seudónimo, la foto estaba difuminada y con unas llamativas gafas de sol. Corría peligro la vida del artista.
Pero cuando llegó la presentación en su pueblo no se aguantó y allí apareció a reivindicar la autoría. Que no hay secretos, te lo digo yo.