06/10/2020
 Actualizado a 06/10/2020
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Desgraciadamente un día sí y otro también la actualidad nos brinda no solamente datos relativos a la pandemia, sino a las fechorías de los que intentan desmantelar España, ya sea desde el mismo gobierno o desde otras instancias. Y, si no fuera porque es muy grave lo que hacen, no merecerían la más mínima atención. Por eso resulta más gratificante poder hablar de gente buena, como Elenita.

Elena López Fernández recibía sepultura la semana pasada en su querido pueblo natal de Villasumil, en Ancares, en medio de un paisaje otoñal espectacular, al abrigo de castaños centenarios. Desde niña pasó su vida siempre en silla de ruedas, sin apenas poder mover las manos y con muchas dificultades para hablar. Junto con ella su hermano Marcelino, en condiciones parecidas, han tenido la suerte de tener unos padres que se han entregado a ellos con un amor incondicional: su padre José, ya difunto, y su madre Conce. Pero, además, somos muchas las personas que hemos disfrutado de su entrañable acogida y amistad.

Murió Elenita en un día tan significativo como la fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús. Esta santa francesa, nacida en Lisieux, entró a los quince años en un monasterio de clausura. Su vida estuvo siempre acompañada de un gran sufrimiento que le llevó a la muerte cuando tenía tan solo veinticuatro años. Pero en lugar de amargarse y desesperarse decidió ofrecer su sufrimiento por la Iglesia, hasta el punto de que sin salir del convento la Iglesia le dio el título de patrona de las misiones. Su superiora le mandó escribir un diario que, bajo el título de ‘Historia de un alma’, ha conocido cientos de ediciones y le ha hecho merecedora del título de Doctora de la Iglesia y de cientos de miles de lectores.

Elenita no pudo escribir ningún diario y apenas si podía hacer algunos garabatos en un cuaderno; pero ha dejado escrito un hermoso libro en el corazón de tantas personas que la conocíamos y queríamos. Poseía una gran riqueza interior, una profunda espiritualidad, una gran memoria y profundo conocimiento de realidad, aunque tuviera dificultades para expresarse. Consciente de sus limitaciones físicas, y azotada también por el sufrimiento corporal, jamás renegó de su situación, sino que la asumió con una generosidad y elegancia que no tenemos otras personas a quienes la vida nos ha sonreído un poco más. Desde su cruz en forma de silla de ruedas vivió una intensa relación de amor a Dios y a la Virgen María, que nada tiene que envidiar a la santa de Liseux. Descanse en paz y que siga ayudándonos desde el cielo.
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