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El momento de Europa

08/02/2021
 Actualizado a 08/02/2021
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A veces uno se siente raro hablando de geopolítica, dicho sea con toda modestia, o del orden (o más bien desorden) internacional, o de las grandes cosas que pasan en el mundo. Todo lo macro, lo gigante, lo enorme (aunque sea aparentemente) se nos escapa, porque nuestras vidas pequeñas y singulares parecen mirar a esos grandes habitáculos del poder, a esas poderosas estructuras, a esos edificios impenetrables, como Don Quijote miraba a los molinos. Y sólo con que sean molinos, ya despiertan nuestro temor.

Digo esto porque, en plena pandemia, con estos números tan terribles que nos ahogan cada mañana (es una granizada de desesperanza), de pronto vuelve la política con todo su ruido, ya decíamos el otro día, también con sus mezquindades y sus egoísmos, mientras la vida verdadera, esa a la que la política debería atender sobre todas las cosas, parece quedar en segundo plano.

En pleno diluvio pandémico, no hay nada que interese, nada, que no sea la vida de la gente, sus circunstancias, sus familias, su salud, su educación y, sobre todo, su felicidad. Si la política no atiende a la alegría de la gente, a la normalidad cotidiana, a la eliminación de las tensiones, no sirve para mucho. La gente está harta de tanta confusión y tanto vértigo. La política como confrontación es sólo un juego que nos resulta ajeno.

Estamos colonizados por un lenguaje que no es el nuestro, por una aceleración que nos aniquila, por una demanda continua de atención por parte del poder, por una dependencia alienante de la sobreinformación y el cacareo habitual de las redes sociales. Es una forma de vaciar la vida verdadera. Es una forma de convertirnos en esclavos de una supuesta modernidad en la que tenemos el extraño papel de figurantes.

Naturalmente, la gran política terminará influyéndonos. Aunque nos vayamos a un pueblo perdido (hay muchos, cada vez más), aunque desconectemos los aparatos, o, como se dice ahora, los dispositivos, aunque nos neguemos a seguir el libreto del ciudadano fiel a los dogmas y prescripciones contemporáneas (vivimos una edad prescriptiva y normativizadora), la política terminará influyendo en nosotros. Incluso en nuestra soledad.

La realidad es la tristeza de los días, las economías individuales luchando contra el gigantismo del dolor. Si de algo puede servir esta pandemia, si a algo positivo puede conducirnos, es a modificar nuestra relación con el poder. A valorar mucho más nuestro concurso individual, a pedir respeto hasta por el trabajo más pequeño, a mostrar al mundo la dignidad del trabajo hecho con las manos. El esfuerzo de la gente es extraordinario, emocionante. Y, a menudo, no recibimos excesivo aprecio por ello. El gran desastre del coronavirus nos ha enseñado, sobre todo, la importancia del tejido social, la importancia de los otros. Nos ha mostrado la interdependencia, el valor de la solidaridad, la necesidad del apoyo mutuo y de agrandar el espacio de confianza. En lo doméstico se dirimen batallas fundamentales para el futuro.

Este territorio íntimo y personal, enterrado tantas veces por los grandes datos de la macroeconomía, es, finalmente, en el que se salva la piel de un país. También va a ocurrir ahora. Los muchos muertos nos debilitan como sociedad. El inicio del siglo XXI nos revela que nuestra pretendida superioridad no es más que una falacia. El poder tendrá que dejar de construir una sociedad alimentada de eslóganes fáciles y promesas vanas, porque ya sabemos que el mundo ha de reinventarse de otra manera. Hay que eliminar toda sombra de maniqueísmo y dogmatismo propagandístico.

Pero a pesar de la importancia de lo cercano, de la defensa del territorio de los afectos, de la necesidad del calor humano y familiar, de la compasión y el amor, a pesar de que sabemos que todo lo importante sucede en esas distancias cortas, y de que nuestras actitudes personales son las que pueden sanar el mundo, mucho más, quizás, que una gran decisión política, sin embargo, hay que atender también a la reconfiguración de los equilibrios internacionales, que está en marcha. Es nuestro deber participar activamente en la construcción del futuro del planeta, antes de que todo se haga sin nosotros, como algunos desearían, y por eso debemos estar atentos a las cosas que pasan. Porque es cierto que la gran política terminará influyéndonos, incluso en el pequeño territorio protegido de nuestra casa.

El final de la era Trump (por mucho que quiera volver, nada será igual) puede anunciar un nuevo tiempo, pero convendría ser cauto con las grandes palabras. Biden parece regresar a la cordura, como dijimos aquí, que supone restablecer lazos rotos de manera estúpida o surrealista por la administración anterior, volver a acuerdos como los del clima, tan necesarios (tan insuficientes), restaurar equilibrios globales peligrosamente sacudidos por otros terremotos políticos. Pero no nos engañemos. El mundo ya es otro.

Es seguro que asistimos a una reconfiguración de las fuerzas de poder, a la emergencia de nuevas potencias políticas y comerciales, mientras las tensiones locales de difícil solución se han multiplicado. Se han sembrado muchas tensiones y muchas discordias inútiles, ha aumentado exponencialmente el ‘egocentrismo’ no ilustrado, tanto el ‘egocentrismo de las naciones’ como el de los políticos que abanderan el lenguaje intimidatorio, que abomina del pensamiento crítico y de toda profundidad.

Sabemos exactamente contra qué tenemos que luchar para hacer el mundo más habitable y amable. Ese movimiento debe partir de los ciudadanos, de los hogares, de las personas singulares, de los que aún valoran la alegría y la calma, de los que no quieren buscar la confrontación con el otro por el mero hecho de ser, justamente, ‘el otro’. Europa debería abanderar este liderazgo. No es, desde luego, un buen momento para los líderes, pero tampoco he creído mucho en las solemnidades, ni en el perfume de la épica. Mejor que no sean necesarios los héroes, mejor no tener que caminar entre héroes y tumbas.

Europa tiene experiencia en todo ese dolor, pero es el más hermoso proyecto político en doscientos años. Ahora mismo, tras el ‘brexit’ que coloca al Reino Unido en una situación contraria al progreso en común, Europa debe conseguir que conceptos como la colaboración y la libertad hagan crecer las democracias que la forman, y alejar en lo posible el fantasma de la intolerancia y la exclusión, que también ha brotado en su seno. Tras el adiós de Merkel, Europa no debe mostrar una lucha de liderazgos, sino una postura de unidad cooperativa que sirva de ejemplo para iniciar de verdad un nuevo tiempo. Creo que, más que nunca, es el momento de Europa.
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