14/02/2018
 Actualizado a 16/09/2019
Guardar
Corría el Año del Señor de 1535, cuando el Papa Pablo III encargó al artista Miguel Ángel que completara el trabajo que había realizado en la Capilla Sixtina hacía casi veinticinco años –los grandiosos frescos que iluminaban la bóveda– representando en la pared del altar mayor El Juicio Final. A este empeño dedicaría Miguel Ángel cinco años, logrando una de las obras más sobrecogedora y cautivadora creada por el ingenio humano. En ella contemplamos la imagen más poderosa de un Cristo juez que jamás se haya pintado, a su lado la Virgen y algunos Apóstoles y Santos. Es el Cristo quien divide a la humanidad en dos, los salvados y los condenados, los primeros saliendo de sus tumbas y ascendiendo al cielo, ayudados por ángeles, los segundos arrojados al abismo por demonios y seres infernales.

El Juicio Final causó escándalo desde el instante en que lo descubrieron. El artista, en su concepción libérrima, había interpretado que en la Gloria no serían necesarias las vestiduras y que los levantados de sus tumbas no llevarían ropajes ya que en el Credo se habla de la resurrección de la carne, pero nada dice de las ropas, por lo que los pintó a todos desnudos. Tras el Concilio de Trento, con las indicaciones que el cardenal Paleotti, recogió en su obra ‘Discurso sobre las imágenes sacras y profanas’, el Papa Pio IV ordenó a Daniele Volterra, uno de los discípulos de Miguel Ángel, que cubriera las partes pudendas de los cuerpos. Y así lo hizo, poniéndoles calzones, actuación por la que pasaría a la Historia con el sobrenombre de ‘El Braghettone’.

Esta época histórica, la de la Contrarreforma, siempre ha sido tildada de oscurantista por el celo censor con el que la Iglesia Católica amordazó el hacer de los artistas, constriñendo su libertad y persiguiendo todo aquello que se saliera del canon ortodoxo. Parecían épocas ya superadas, pero en el horizonte se atisban nubes de un nuevo puritanismo. Malos tiempos para la libertad. Se comienza cubriendo por decoro los cuerpos y la censura acaba poniendo bragas a toda inteligencia, hasta asfixiarla. Ahí tenéis la Ginebra de Calvino, donde se llegó a prohibir hasta la risa.

Y la semana que viene, hablaremos de León.

Ps: "Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor". J.L.B.
Lo más leído