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Carbón y más (XXXV)

09/06/2015
 Actualizado a 19/09/2019
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Nadie se sorprendió cuando a las cuatro de la mañana todos los relojes de cuerda, incluidos los que estaban estropeados, sonaron a la vez, con un pegadizo pasodoble que hacía años que ninguna orquesta tocaba. Tampoco les pareció extraño que al levantar las persianas, una luz intensa de color rojo inundase todas las casas. No parecía raro que amaneciese a esas horas y tampoco que fuese un amanecer rojo que coloreaba todo el pueblo como si se desangrara a borbotones.

Ninguno de los vecinos del pueblo minero se alarmó porque ya lo había anunciado el día antes Don Julio, el párroco. En la misa, al levantar la hostia para consagrarla, se quedó inmóvil y después de un largo rato, les dijo a todos los feligreses que a través de la hostia había visto las grandes desgracias que iban a ocurrir al día siguiente y que el pueblo se convertiría en un sindiós. Luego echo a todos de la iglesia, tiró la llave al fondo del pozo del jardín y sin quitarse la casulla huyó despavorido montado en su borrico.

Los mineros del turno de mañana fueron saliendo poco a poco de sus casas, la mayoría vestidos con el único traje y corbata que tenían, y los más pobres con su mejor camisa de los domingos. En la mano no llevaban el bocadillo, solo una flor, que fueron deshojando por el camino que llevaba al pozo, tapizando las calles polvorientas de pétalos de colores.

El pueblo comenzó a bullir de actividad. El médico y el maestro decidieron cambiar su trabajo, y mientras el maestro recetaba la lectura de los clásicos para curar el catarro y ejercicios de trigonometría para la tos de la silicosis, el médico enseñaba a los alumnos, todos aun con sus pijamas puestos, a ver los problemas con más claridad usando su colección de ojos disecados.

Al salir de la lampistería y encender sus carburos, en lugar de la llama azulada, brotaron por sus boquillas cientos de pompas de jabón, que se quedaron flotando alrededor del castillete, desprendiendo gotas de sabor dulce. Cuando el capataz encendió su lámpara, la única que era de gasolina, se derritió como un cirio viejo en semana santa.

En ese momento aparecieron por la boca del pozo los mineros del turno de noche, blancos como espectros el día de ánimas, cubiertos de la cabeza a los pies por un polvo inmaculado como la harina. Tras ellos varias vagonetas cargadas de carbón blanco, recién arrancado de unas vetas que habían mutado, como si hubiesen recibido un gran susto. La mayoría se reía a grandes carcajadas, un escape de grisú había inundado varias galerías, pero esta vez el gas no provocó el sueño de la muerte, solo ataques de risa, que seguían todavía en la calle.

Todos juntos tomaron la decisión de no enterrar al compañero muerto el día antes en un derrumbe. No estaba bien enterrar a alguien en un pueblo sin dios, como dijo el párroco. Al difunto no le pareció bien, pero al final cedió, y regreso a su casa, haciéndoles prometer antes, que en cuanto el cura volviese, le dejarían morir de nuevo.

De pronto un rayo formado por miles de cigüeñas negras impactó al otro lado del pueblo, sobre la casa del dueño de la mina. Cuando llegaron al lugar, un enorme lago de agua salada ocupaba el sitio de la mansión pulverizada y los niños ya nadaban en él. El empresario, viendo lo sucedido, declaro ese día festivo y ordenó vaciar el economato de los mejores productos, para hacer una gran comida para todos alrededor del lago, que ahora era blanco, después de que los mineros se lavaran la cara en él. Los gritos de alegría formaron una nube juguetona, todavía quedaban muchas horas de fiesta antes de que la mina volviese a ser negra.
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