Rodanillo en el ADN (1)

Tribuna de opinión de Valentín Carrera

Valentín Carrera
03/06/2019
 Actualizado a 18/09/2019
Paseo con Tomás por las calles de Rodanillo.
Paseo con Tomás por las calles de Rodanillo.
Cuando viajo por la A6 —esa arteria de chapapote que anuda la Meseta con el mar atlántico—, al pasar el kilómetro 368 mi corazón se queda prendido en el aire de la infancia, y si acaso voy con mis hijas, les recuerdo: «Ahí están vuestros bisabuelos Samuel y Teresa, en el cementerio de San Román».

Luego la autovía sigue culebreando camino del Manzanal y la velocidad nos lleva en andas a la procesión de la Santa Prisa, miserable aliada de la desmemoria. Se lo recuerdo a mis hijas, pero, ¿y yo, cuánto tiempo hace que no voy al pueblo de mis bisabuelos? Y tú, ¿cuánto hace que no visitas tus raíces? Y los primos y sobrinos, la generación wifi, ya todos mayores de edad, con carrera, coche y trabajo, ¿cuántos sabrían decir los nombres completos de sus abuelos y abuelas, y dónde o cuándo nacieron?

Si la enfermedad de Alzheimer es penosa, peor aún es este alzheimer histórico y generacional, que borra todas las huellas. Ni los álbumes de fotos miramos ya, nada que no esté en la memoria del iPhone 5G. Perder la memoria familiar es el primer peldaño para descender al infierno de Los juegos del hambre, esa tontuna adolescente sin señas de identidad. Todos uniformados por Zara, con el móvil monitorizado por Google y con un tera de memoria en la nube, pero sin conocer el pueblo de los antepasados o cómo se llamaba el bisabuelo, ya por fin la aldea completamente vacía y vaciada, puro sarcasmo electoral en las bocas mendaces de los candidatos.

He dedicado años de trabajo y pasión a recuperar la memoria, incluida mi tesis doctoral, miles de fotos y cientos de horas de video depositadas en las filmotecas de Salamanca y Galicia, he reescrito y editado con inmenso placer y aprendizaje —compartido con Elena G. Gálkina— las Memorias de un niño de la guerra de Ángel Belza, o programas de tv como Doa a doa, que rescatan la honda dignidad de la tradición oral. Imagino el otoño entre amigos, como un filandón inacabable… no creo que se me pueda reprochar desinterés y aún así me siento huérfano de recuerdos que se desmoronan cada día que pasa, como estatuas de sal o de arena en el desierto del olvido.

Las historias no contadas se perderán como lágrimas en la lluvia, de modo que esta primavera propuse a mi padre, Tomás, 93 años, acercarnos una mañana de domingo hasta Rodanillo, el pueblo de los carros, la casa natal de su padre Samuel, de sus abuelos y de sus bisabuelos…

Fue enfilar la recta de Almázcara y comenzaron a brotar los recuerdos como amapolas en los trigales.
—Ahí tenía Samuel unas viñas, ¿recuerdas que veníamos a vendimiar? —le pregunté al pasar por las laderas de Cobrana. Mi padre asintió con la cabeza y sonrió—. Y aquí había una cantera de cuarzo… que yo vine una vez con el abuelo y conservo un trozo de roca con puntas de cristal hexagonales. Tal vez lo soñé, aunque la piedra está sobre mi mesa de trabajo, como también soñé que en la confluencia del Boeza y el Noceda está la villa romana Interamnium Flavium: las ruinas aparecieron cuando se hizo la autovía (también conservo una tégula salvada antes de que la sepultaran con hormigón).

Discutí entonces con Susi, que era el alcalde, pero nadie movió un dedo para desviar la autovía y salvar una villa romana, nuestra villa romana, en las augasmestas del Boeza y el Noceda, es decir, San Román, donde mi tía Angelines encontró un hacha paleolítica que se conserva en el Museo de Bembibre.

Pero, ¡qué más da!, todo sepultado bajo el puñetero asfalto: «Las obras dan mucho trabajo en los pueblos de alrededor», dijeron, pero ya se ve que no dieron nada pues los pueblos están vacíos y por las autopistas vamos y volvemos, camino de las capitales infestadas, los arqueros de los Juegos del Hambre.

Pueblos casi vacíos, como Rodanillo, protegido en el regazo del monte, que antes estaba a un paso de San Román, pero lo han movido de sitio. En Los marcianos de San Román —historia real, contada por Pepe el Cocheiro, el de Luis y Celia— los rapaces llegaban al Cuerno o a la Portilla en una carrera, pero ahora tienes que dejar la A6 y describir una amplia circunvalación para salvar el tajo de la autovía, eso que llaman progreso. De modo que San Román y Rodanillo, unidos durante siglos por el cordón umbilical de los caminos de carro y los senderos amables, están ahora separados por el Ministerio de Obras Públicas, y lo que es peor, viven de espaldas unos a otros, porque ni se miran ni se cruzan para ir a trabajar a Ponferrada o a Bembibre. El progreso ha reventado la topografía natural del valle y las costuras de la familia, reinventada con remiendos patchwork.

—¿Te acuerdas, Papá, cuando venías aquí de cartero? —le pregunto, subiendo la cuesta de Rodanillo, al Tomás de 93 por el Tomasín de siete años.
Mi padre se acuerda y sonríe: el abuelo Samuel, además de fabricar carros con sus hermanos Arsenio y Simón, era el cartero del pueblo, quizás en el año 1932, por situarnos, y el cartero Tomasín, con apenas siete años, iba desde San Román a Rodanillo a repartir el correo a caballo, escoltado por el perro pastor de casa.

Algo que hoy nos parece tremendo y que mi padre me contó con naturalidad, como lo más normal de la vida: era el cordón umbilical entre San Román y Rodanillo, a través de senderos escritos por el tiempo, ahora emborronados y perdidos. Por eso alguna vez me he empeñado en volver a leer, a pie y a caballo, esos renglones torcidos por los montes del Bierzo y Galicia, que contienen la sabiduría de la lentitud, la música de los pájaros y el gusto sabroso de las moras.

Continuará la próxima semana.
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