27/06/2015
 Actualizado a 12/09/2019
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Con los líos y preocupaciones que me han abarrotado la cabeza últimamente, este año estuve por meterla en la hoguera de San Juan para purificarla y todo eso. Al final desistí, no sólo porque no me hacía mucha gracia quedarme calva, sino porque ni siquiera saldría de la pira con el consuelo de tres crías de dragón como la Daenerys Targaryen de Juego de Tronos.

Con el firme propósito de purgarme sin la ayuda del cuarto elemento, y más bien a base de un poco de calma y buenos amigos/libros/películas, he comenzado el verano, que es esa estación mágica en la que más me acuerdo de la infancia y la adolescencia, yo que soy poco nostálgica de esas atribuladas épocas. Los casi tres meses de vacaciones de entonces tienen la culpa.

El descanso adulto, más apresurado y complejo, precedido por los sudores del trabajo (figurados o no) es difícil de comparar con aquel. Antes, niños selváticos, llegábamos a la playa o al monte y nos revolcábamos en la arena o en el polvo, felices e inconscientes . Ahora el mundo se ha hecho más grande y todo requiere más reflexión: reservar billetes y hoteles, pagar gasolina, ajustar los gastos de las comidas.

En nuestras vacaciones ha entrado el cálculo, los atascos y, en el peor de los casos, el terrorismo yihadista. Son cosas como esas las que nos alejan definitivamente de las vacaciones escolares de castillos de arena y caza de lagartijas. Que el descanso adulto tiene otros alicientes no lo voy a negar. Si no fuera así, no soñaría cada noche con esa primera caña junto al Atlántico.
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