13/02/2017
 Actualizado a 18/09/2019
Guardar
La polémica en torno a la habilitación, o la rehabilitación, de la Plaza del Grano de León no deja de crecer. Quizás su carácter emblemático, realmente simbólico, esté contribuyendo a ello. Se trata, no lo olvidemos, de una plaza única en Europa, que significa mucho, además, para la memoria y la historia de la ciudad. La preservación (sin alteraciones) del patrimonio histórico es vital para mantener la esencia y la atmósfera de una ciudad, también los usos y las costumbres, el latido que viene de lejos, el rumor imprescindible de los ancestros. Y, como algunos han señalado en artículos publicados en este mismo periódico, y en otros, es posible que se acumulen sobre este complejo asunto algunas de las experiencias de rehabilitación no muy satisfactorias, o también sujetas a cierta polémica, que haya podido haber en otras ocasiones (y siempre se cita, como gran ejemplo, y no sin razón, el derribo en los años 60 del antiguo edificio del Instituto General y Técnico, donde hoy se encuentra el instituto Juan del Enzina. Pero hay otros muchos casos, y los hay prácticamente en todas las ciudades de España: un caso semejante fue el derribo del edificio Castromil en la Plaza de Galicia de Compostela). Decisiones de este tipo, en las que no se dudaba en hacer desaparecer inmuebles de gran valor artístico, se han tomado siempre.

La Plaza del Grano significaría así, para algunos, un punto de inflexión, el símbolo sobre el que hacer descansar esta tormenta perfecta de la lucha por lo que se considera, al menos para los que protestan, una pérdida de la esencia o de la identidad arquitectónica de la ciudad. No entraré en temas técnicos, que por supuesto se me escapan. Ayer mismo, en una espléndida entrevista firmada en este diario por Alfonso Martínez, el arquitecto encargado de la llamada adecuación de la plaza, Ramón Cañas, daba todo tipo de explicaciones técnicas (incluso diré que muy técnicas para el lector normal), seguramente todas ellas muy razonables y con fundamento científico. No lo dudo. Pero sucede que en estas cuestiones hay que pensar más allá del propio hecho arquitectónico, de la construcción en sí, pues son muchos los elementos que deben tenerse en cuenta: sentimentales, culturales, las experiencias vitales de los individuos y la experiencia de los días, pues el paisaje construye las emociones, el peso, en fin, del recuerdo y la memoria. Algo habrá de cierto en el malestar que algunos manifiestan, no creo que se trate de un mero capricho. Hace falta buscar el alma de los lugares, no solamente sus cimentaciones, sus fundamentos, su lecho, o sus filtraciones. Los edificios tienen memoria, los espacios también, su paisaje es parte de nuestra experiencia vital, como decimos, y de la experiencia vital de muchas generaciones, y si además se acumula sobre ellos una carga simbólica, como es el caso, y una singularidad cierta, es normal que existan reticencias, que se siembren dudas, que la población, o una parte de ella, no las tenga todas consigo.

Quiere decirse que no bastará con la explicación técnica, aunque sean técnicos los parámetros que informen la obra que ya se ha empezado a ejecutar en su primera fase. En un certero artículo publicado ayer también en la última de este periódico, el que firma habitualmente el escritor Julio Llamazares, se aludía al hecho sentimental. Se aludía a la importancia del modesto morillo, a nuestras «murias y paredes», a la emoción que brota también del material autóctono, aunque llevemos algunas décadas en las que se imponen materiales más nobles para cualquier pavimento, muchos importados, como también señala Llamazares. Hoy es fácil caminar por barrios históricos de muchas ciudades, incluyendo la nuestra, en la que los pavimentos y las soluciones para la humanización de espacios son absolutamente idénticos, en todas partes, en una suerte de globalización inexplicable, que termina por igualarlo todo, por arrebatar la personalidad a rincones, calles y plazas, por simplificar y eliminar el alma de los lugares, el recuerdo de los objetos, la memoria de los materiales. Eso sí: alguno vendrá y dirá que lo importante es un enlosado moderno, venga a cuento o no venga, respete la historia o no la respete, que nos evite los esguinces.

Hay, sin embargo, un aspecto positivo en toda esta polémica. O incluso varios. El primero ellos, el hecho de que la población se haya involucrado. También hay, al parecer, vecinos de la zona que defienden la remodelación propuesta, y así lo hicieron saber, leo en los periódicos, colocando varias pancartas. No sería deseable, sin embargo, que el asunto terminara enconando los ánimos y, como no pocas veces ha ocurrido en la historia de este país, unos se dedicaran a desacreditar a los otros, mientras no se halla solución ni arreglo, reduciéndolo todo a la disputa misma. No, no sería deseable. Pero el debate sí lo es. Es enriquecedor y dice mucho, también lo señalaba ayer Llamazares, de la importancia que la Plaza del Grano tiene para los leoneses. Si no les importara no se habrían lanzado a la calle, no habrían creado una plataforma, no habrían escrito manifiestos de protesta. Es por eso, precisamente, por lo que ha de manejarse el asunto con sumo cuidado. Conviene explicar y conviene escuchar. Las explicaciones del arquitecto Cañas ayer, en la entrevista referida, señalaban numerosos problemas acumulados a lo largo del tiempo, por la compleja cimentación de una plaza que, al parecer, pudo construirse sobre una laguna. Defender la presencia de vecinos, tan necesaria en tantos cascos antiguos, parece algo razonable (y de hecho, el vacío de población en esas zonas es uno de los más graves problemas), pero no debe justificar, bajo ningún concepto, reformas que alteren en lo esencial, y tampoco en los detalles importantes, un paisaje urbano como el que aquí tratamos. Hay que asumir las incomodidades de los lugares en los que late con fuerza la historia, en los que flota la atmósfera de otro tiempo, en los que se conserva (aunque no sea en su totalidad) el color y el sabor de lo que fue una ciudad. Porque, al final, son muy pocos los lugares urbanos en los que de verdad se puede respirar esa atmósfera. Claro que tenemos un casco antiguo extraordinario (al que, dicho sea de paso, ha contribuido mucho la hostelería, y «las zonas de beber», por citar la frase que ayer se leía en la entrevista a Ramón Cañas: no deben ser demonizadas «las zonas de beber», porque son decisivas para humanizar áreas urbanas de estas características, porque contribuyen a la economía de la ciudad, porque hacen que una ciudad sea algo vivo, sobre todo por la afluencia cada vez mayor de visitantes. Y tenemos ejemplos en este sentido, con lugares de León que crecen exponencialmente, como algunas calles del León Gótico, que viven ahora un interesante resurgimiento.

En suma, en la gran polémica de esta bellísima plaza leonesa, conviene ir al grano. Es seguro que se necesitan actuaciones, pero no deben apartarse un ápice de la conservación esencial de este espacio, a todas luces singular. Las despersonalización de calles y plazas, cada vez más parecidas a parques temáticos con las mismas estatuas (o semejantes, pero habitualmente previsibles y carentes de imaginación), con las mismas losetas, con el mismo mobiliario urbano, es un hecho preocupante en las últimas décadas. Hay que mantener una esencia verdadera, no impostada. Más vale mantener lo auténtico que imitarlo torpemente. El debate entre la tradición y la modernidad siempre ha existido. Uno defiende la modernidad, en una ciudad que es, esencialmente, moderna. Aunque haya declinado, en mi opinión erróneamente, poner en marcha un transporte ligero urbano que colocaría a la ciudad a la altura de otras ciudades europeas. Y aunque no acometa otros cambios propios de la modernidad que debería acometer, más teniendo en cuenta su excelente concepción urbanística. Con los años, y no sin esfuerzo, esos cambios llegarán. Pero en el asunto de la Plaza del Grano, creo que el debate es muy diferente. Esta plaza es una hermosa cápsula en el tiempo. Entrar en ella es entrar en otro mundo que también fue nuestro. Supone un viaje esencial. Supone respirar algo que no existe en ningún otro lugar de la ciudad. No es sólo un asunto técnico. Es un asunto sentimental.
Lo más leído