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Una lección de vida

04/02/2019
 Actualizado a 09/09/2019
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No soy muy de galas ni del dulce transitar de los famosos sobre las alfombras mediáticas, pero reconozco que vi con gusto la ceremonia de los Goya, en especial por ese extraordinario mensaje de igualdad, diversidad e inclusión que envolvió gran parte de esta anual liturgia cinematográfica. El discurso del leonés Jesús Vidal quedará como una de esas piezas orales llenas de verdad y de ternura, dos cosas que no son muy habituales en los tiempos que corren. Las palabras limpias de Vidal resuenan en mis oídos mucho más que otras más pomposas y bellamente articuladas, que a menudo valoramos más, pues vivimos en la edad de la apariencia. Fueron palabras directas al corazón, de esas que nacen del agradecimiento (Fesser edificó una película poblada de sentimiento humano), pero también de una suprema lección de vida. Y, desde luego, explican la importancia del esfuerzo personal, incluso en las circunstancias más difíciles, como ha explicado Jesús y también su familia. No ha habido obstáculo, por duro que fuera, que lograra detener su ímpetu.

No todas las historias terminan bien, es cierto, ni siquiera para las personas que lo intentan una y otra vez, y siempre acaban topándose con algún giro inesperado de la realidad, con alguna barrera infranqueable. Pero el éxito de Jesús Vidal no sólo hace que su carrera arranque, que empiece a crecer una vez más (después de haber crecido tantas veces), sino que nos hace mucho mejores a nosotros. Su felicidad es la nuestra, su reconocimiento es el nuestro. Y es un valor extraordinario éste de sentirse bien por los demás, no sólo por nuestros propios logros. Vivimos, es cierto, un tiempo inconfortable, en el que se escuchan a menudo expresiones de resentimiento y de odio, en el que se espera sistemáticamente el error del otro, la demostración, aunque sea mezquina, de que alguien no tiene tantos merecimientos como se dice, porque, salvo que llegue desde fuera, nos cuesta mucho, demasiado, ver el esfuerzo y el trabajo de los otros. Los egos revueltos están presentes cada día en un panorama mediático, la mayoría de las noticias parecen alimentar esa tendencia contemporánea a descalificar lo que sea, en cuanto hay la más mínima oportunidad, a banalizar cualquier éxito, aunque sea incontestable, a restar méritos si esos méritos no nos van a tocar a nosotros. «Eso mismo lo hubiera hecho yo mucho mejor», suele decir cualquiera que quizás ni siquiera lo ha intentado antes. En el discurso de Jesús Vidal, tan limpio y emotivo, no sólo brillaba la autenticidad, el amor a los padres, que realmente emocionó al auditorio, sino esa luz que es la luz de la humildad, la virtud que suele acompañar a las personas que de verdad merecen la pena. Hemos sabido su enorme esfuerzo por superar las graves dificultades que le puso la vida. Su pasión por el lenguaje y la interpretación, sus estudios de filología y periodismo, su triunfo, en fin, en esta emotiva película, pero, allá en el escenario de Sevilla, su lección fue sobre todo de ternura, un mensaje de amor, con las palabras más verdaderas que se pudieron oír en toda la noche.

Toda esta pasión que muestro aquí, y que a buen seguro comparten muchos lectores, por este luminoso instante de los Goya, nace también de la profunda frustración que produce a diario este mundo atenazado por sentimientos que son, exactamente, los contrarios a los que aquellas tiernas palabras de Vidal nos transmitieron la otra noche. Por alguna razón (y, desde luego, ya hemos hablado de ello otras veces) se ha generado en los últimos años una especie de corriente autoritaria, antipática, de la propia especie humana hacia sí misma. Hay, como dijo Javier Gutiérrez, y el propio Fesser, una especie de ‘analfabetismo emocional’. Como si hubiera alguien interesado en no permitir ni un centímetro a la emoción ni a la empatía, nada de buenismo, dicen algunos, muy ufanos, creyendo que la mano dura y el palo y tente tieso es lo que realmente funciona, y lo que mucha gente se merece. Sólo falta que empiece a estar mal visto hacer poesía (si es que, para algunos, no lo está ya).

Todo apunta a que la expresión libre, sobre todo si es brillante y profunda, no trae más que problemas, cuando algunos parecen pensar que es mejor gobernar la realidad a lo pragmático, sin tantos miramientos, simplificándolo todo de manera infantiloide, como si formásemos parte de un rebaño que se quiere obediente y con pocas aspiraciones. Como si se pretendiera encasillarnos, estabularnos, en rigurosos compartimentos, donde estén programadas y limitadas nuestras manifestaciones, podados nuestros sueños, vigiladas nuestras esperanzas, a cambio de esa vida ordenada y cuadriculada que algunos poderosos consideran perfecta para que nada se aparte de lo previsto. Claro que el ser humano es muy capaz de hacer daño a otros de su especie (la historia, incluso reciente, no nos dejaría mentir ni por un segundo), de hecho, nadie parece poner en peligro nuestro propio habitáculo, el planeta, tanto como lo hacemos nosotros mismos, con contundencia, a diario, y con la defensa tozuda, incluso, de algunos conocidos como líderes políticos globales, aunque se comporten como patanes. En suma, puestos a alimentar una existencia gris, en la que el odio y el desprecio, la envidia o la venganza, otorguen mezquinas satisfacciones a almas igualmente mezquinas, está claro que la especie humana ha demostrado sobradamente su pericia y su capacidad para lograrlo.

Todos estos asuntos que están envolviendo el presente con un lenguaje de hierro y actitudes más que discutibles, suelen pasar a un segundo plano en cuanto se habla de economía, de los graves problemas por resolver, como el peligro nuclear (ahora que se suspenden los acuerdos), o la pobreza galopante y sobre todo la pobreza infantil. Pero sucede que todos los asuntos están relacionados, que nada se puede separar de nada, y que la manera en la que entendemos el mundo, nuestro discurso, nuestro lenguaje, nuestra narrativa, influye decisivamente en todas las cosas que nos suceden. Lo que parece menor, no lo es tanto. Tomen el ejemplo del humor, de la censura que regresa. La verdad es que la risa siempre ha sido considerada peligrosa, porque suele arreglárselas para desmontar el andamiaje de la severidad, a menudo una forma de protegerse de las críticas. La risa (ahí está Umberto Eco para recordarlo) es un elemento subversivo, claro está, el ingrediente perfecto que desnuda imposturas y enlaza con la cultura popular. No es la primera vez que hablamos aquí de esta moderna diatriba en torno a los límites del humor y también los límites del arte. Poner puertas a las palabras, a la imaginación, al talento, es siempre una muy mala decisión. Que a la larga suele volverse en contra de los pulcros y vigilantes que la llevan a cabo.

Como la simplificación campa a sus anchas, y también la velocidad en las decisiones (ya casi nadie se para a pensar: con gran sentido autoritario se afirma algo y se pretende una adhesión inquebrantable y sin fisuras), lo cierto es que hoy ya se decide de antemano qué es aceptable y qué no lo es, qué es moderno y qué no lo es, y qué humor o qué formas de arte deben ser permitidas. Como si tuviéramos que seguir un catálogo que, la verdad, no parece firmado por filósofos o intelectuales de tronío, sino más bien por expertos en tendencias y en ingenierías mediáticas. No es un asunto baladí, y por eso no extraña que Buenafuente y Silvia Abril, directores de la gala de los Goya, mostrasen su preocupación por la dificultad de hacer humor en los tiempos que corren. El propio Buenafuente dedicó su última frase justo a eso: «Por favor, dejen el humor en paz», vino a decir. El humor y otras cosas. Bastantes otras cosas. No minusvaloren a la gente. También hay muchas, muchísimas personas, que piensan por sí mismas, que no quieren vivir continuamente pastoreadas en todos los terrenos, como si fueran imbéciles. Gente que tiene pensamiento crítico, tan peligroso, al parecer, en estos tiempos en los que nos consideramos todos tan adultos.

Como nos hizo sentir Jesús Vidal es su discurso lleno de verdad, una de las grandes funciones del humor puede ser la trasmisión de la ternura, la creación de empatías. La humanización. Algo necesario en un mundo en el que no pocos se jactan del rechazo al otro, al diferente. Una lección de vida.
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