12/02/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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En un domingo en el que el parte meteorológico sugiere descartar las actividades de exterior, y en el que la salud mental y la higiene moral aconsejan mantenerse apartado de radios y televisores para evitar los ecos de los congresos del PP y de Podemos, puede ser una buena alternativa buscar cobijo y celebrar San Valentín por adelantado.

Como firmaría mi amigo Alfonso Martínez si este fuera el párrafo inicial de su columna de los jueves, nunca he sido un entusiasta de esta fiesta tan empalagosa, pero cada vez me siento más alejado de las críticas que suele recibir. La más frecuente, la de ser un mero reclamo comercial, me parece la más endeble. En una ciudad en la que cada día resulta más alarmante el número de locales cerrados, no veo qué tiene de malo el que nuestras tiendas, si pueden, se hinchen a vender flores y ositos de peluche, que nuestros restaurantes traten de llenarse elaborando menús especiales para enamorados y que nuestros hoteles presenten León como una buena opción para una escapada romántica. Es precisamente el negocio de las bodas uno de los más vivos y de los que mejor ha venido capeando el temporal de la crisis, como se verá el próximo fin de semana en el Hostal de San Marcos cuando se celebre la que será ya decimotercera edición de León de Boda, una verdadera feria de muestras de este próspero sector.

Es cierto que la del 14 de febrero es una fiesta cursi, toda una apoteosis ‘kitsch’ en la que nada es demasiado rosa ni tiene demasiado azúcar, pero también es verdad que el buen gusto recibe en la actualidad tantos golpes que los que provienen de la cursilería parecen casi amables caricias. En algunos de los tremendos objetos sanvalentinianos que en estos días pueden verse en muchos escaparates hay una carga de barroca creatividad que resulta hipnótica y admirable.

No creo que sea una mala noticia que la gente siga entrando en ese estado de imbecilidad transitoria que Ortega identificaba con el enamoramiento y que no reprima sus ganas de cantarlo, ni que dediquemos un día al año a celebrar la cursilería, que siempre tiene como fondo una nota de bondad y de inocencia. Fernando Pessoa, al que tengo por uno de los más grandes poetas del siglo XX, o para ser más exactos, su heterónimo Álvaro de Campos, escribió una poesía que tituló descriptivamente como Todas las cartas de amor son ridículas. Terminaba concluyendo que «al final, los únicos que son ridículos son los que nunca han escrito cartas de amor ridículas».
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