20/04/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Llevar el cuerpo lleno de tatuajes ha sido, durante los últimos treinta años, considerado un grito de rebeldía contra una sociedad demasiado conservadora. Esto en occidente, claro, porque el mismo portador de dragones, de sirenas, de flores o de animales fantásticos en su cuerpo, en cualquiera de las grandes culturas oceánicas (Nueva Zelanda, Fiyi, Samoa o Papúa), sería considerado como un fiel cumplidor de la ortodoxia social o religiosa. Hace treinta años, en España, los que llevaban tatuajes eran miembros de una cultura cercana al lumpen de los marginados: legionarios (con su famoso corazón atravesado por una flecha y la leyenda ‘amor de madre’), marineros, presidiarios o aventureros que dejaban todo plantado para vivir las más extraordinarias situaciones vitales en la India, en el Amazonas o en Tailandia.

Luego están los pendientes..., en los hombres, claro. Los ingleses (los más conservadores de los pueblos occidentales), cuando un hombre sobrevivía al cruzar el Cabo de Hornos, le concedían tres privilegios: no arrodillarse delante del Rey, mear contra el viento y llevar un aro en su oreja derecha. Se consideraba una proeza, un acto de valor extraordinario que requería un reconocimiento especial. En este caso, tres. Lo de mear no lo he entendido nunca, porque cree uno que hacerlo cara al viento es de imbéciles, más que nada porque te mojarías y lo lógico es hacerlo siempre como indica la prebenda; pero dejemos a los ingleses con sus manías (lo de tomar el té a las cinco, comportarse como animales cuando animan a su equipo de fútbol o hacer siempre lo que les manda el emperador de turno de los Estados Unidos), que bastante tienen para ellos.

Los romanos, verdaderos precursores de casi todo, marcaban a los esclavos como a lo jatos en las películas del oeste: a fuego, para dejar claro que tipo de individuo era el marcado. Esa marca viene a ser un tatuaje; también les hacían llevar collares específicos, anillos o pendientes que no se podían quitar bajo pena de muerte. Por estas razones, y alguna más estética, uno nunca se tatuó ni se puso nunca un pendiente en las orejas. Me da un prurito de vergüenza que me consideren un rebelde, aunque creo de verdad que lo soy, y me da aún más lacha que la gente me identifique con algún grupo social determinado. Siempre pensé que el buey solo bien se lame; aunque también es cierto que mejor se lamen uno a otro. Este aserto tiene un problema. Que uno sepa no hay bueyes hembras, lo que me impide tomarlo en serio. El asunto es que a día de hoy es casi imposible encontrar a alguien menor de cuarenta años que no esté marcado con un tatuaje o que no lleve pendientes o ‘pirsin’ en los sitios más inverosímiles del cuerpo. Estaafición por agujerearse cualquier parte del cuerpo llegó de la mano de la música, sobre todo con el heavy metal, una subcultura musical de extraordinario éxito en los años ochenta del pasado siglo, con letras irreverentes y mordaces; una forma más de arremeter contra el poder social, político o religioso. Pero la cultura capitalista siempre ha conseguido absorber cualquier cosa, como si fuera un camaleón dispuesto siempre a cambiar de color, a transformarse dependiendo de donde viniera el sol. Hoy en día todo este tsunami cultural no tiene razón de ser y sus seguidores utilizan estos signos de los que os estoy hablando solamente para distinguirse entre ellos, para reconocerse como miembros de la misma tribu en cualquier lugar en que se encuentren en el ancho mundo. Como dije, uno va por libre, mayormente porque con la edad me he vuelto un repugnante, un raro, un asocial. Como decía el gran Groucho Marx, (el más marxista de todos los marxistas): «Nunca pertenecería a un club en el que me admitiesen de socio». Es la diferencia entre los estados totalitarios y el resto. O la diferencia entre el Norte y el Sur. En los países del Norte, suelen cantar a coro. Los rusos, los alemanes, los suecos..., y en Italia, en Francia o en España cada uno canta a su puta bola. En los países de arriba lo mejor es no distinguirse demasiado de la uniforme masa, (no digamos en los de régimen comunista o parecido, o del otro lado del espectro ideológico), y en cambio, en los de abajo no pasa nada por ser distinto, por ser desigual al resto de los compañeros y compañeras de esta locura de función que es la vida.

Salud y anarquía.
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