11/02/2017
 Actualizado a 14/09/2019
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Quizás el mejor libro que se haya escrito sobre la condición intangible del urbanismo sea ‘Las ciudades invisibles’ de Italo Calvino. Sus breves páginas repasan con exactitud y lirismo casos imaginarios que podemos hallar en la vida real, refrendando la sensación de que cada ciudad manifiesta y reproduce la traza moral y la personalidad de quienes la han habitado desde siempre y, especialmente, de quienes la habitan en cada momento. Las cicatrices y grietas, los empedrados y quebraduras, las erosiones, carencias y realces de cada plaza y calle son patrimonio de esa biografía que querríamos diferente o menos vulgar, pero que, si somos francos, acabamos por acatar y hasta por amar. Sin embargo, las ciudades cambian a cada paso, sin vuelta atrás, y a menudo esos cambios únicamente tienden a enmascarar cuanto de ella no reconocemos digno de nuestras ínfulas o aspiraciones. Y entonces, la negamos, negándonos a nosotros mismos. Destruyéndola.

Tal sucedió y sucede en las ciudades españolas, especialmente durante los años de despilfarro, llevadas por sus ediles a travestirse de nuevos ricos horteras y manirrotos. La destrucción de barrios enteros, como El Cabanyal de Valencia, las colocan ante el espejo de la madrastra de Blancanieves. En León, para no ser menos, mientras se desmoronan sus señas de identidad por doquier, se pavimenta. Y luego, se repavimenta. Y más tarde, se vuelve a pavimentar. La avenida de Ordoño II o la plaza del Húmedo, por citar dos enclaves nucleares, son la pianola desbaratada que tararea ese naufragio. La Plaza del grano perduraba: un lugar diferente que sobrevivía por su discreción y honestidad. Pero es un lugar pobre y aldeano, indigno de una metrópoli con estadio de Primera división y Palacio de muchos y copetudos Congresos. Era de pueblo, y por eso había que rehabilitarla, que ‘reinsertarla’ en esta ciudad sin alma. En eso estamos. Todo es legal y normativo. Todo está aprobado y avalado. Como siempre. Adelante con las máquinas.
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