19/05/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Tengo un amigo que, después de haber tenido negocios de construcción en León, vive ahora a caballo entre Santander y Valencia, porque eso del ladrillo le ha dejado fuera de circulación. Y mira que hizo viviendas aquí.

Pero no es ese el asunto.

En sus muchos, y fueron muchos, los años que anduvo por estos lares, se fue acostumbrando a esas cosa que nos son tan habituales a la hora de llenar el buche o andorga, y, especialmente al picante, esa ‘gracia’ tan propia, que a nosotros casi no lo notamos cuando decimos que está «un poquito alegre», pero que a aquellos que se criaron extramuros les parece casi inaguantable y, en cualquier caso, sorprendente.

Así que, acostumbrado a las morcillas, botillos y demás compañeros de marcha, ahora, cada cierto tiempo, o viene a por ellos, o me pide que le mande unos cuantos ejemplares de lo yo llamo, y él también, «marisco del país».

Y es que todos esos productor identitarios de la cocina de león, que siempre han estado en el diario de nuestros platos y picoteos, sólo ahora, desde no hace mucho, han empezado a ser no solamente conocidos, sino apreciados y puestos incluso más allá de otros que eran alabados y considerados desde años y años.

Quizás es que los que por aquí vienen o pasan lo hacen en mayor número y tiempo, o que ha habida una campaña, realmente no muy significativa, pero sí real, de publicidad.

El caso es que, ahora, la cecina de León, que más bien debiera llamarse leonesa, porque de León precisamente no es, está en todas partes y en muchos platos, y eso que, cuando te la dan por ahí afuera como algo digno de tomarse, muchas veces te tienes que morder la lengua para no dar tu opinión, bastante mala por cierto.

Pero no importa. Hágase el milagro, hágalo el diablo.

Resulta entonces que el chorizo de estas tierras, fuerte y sin duda con personalidad, se ha puesto de moda por ahí, hasta tal punto que éste que suscribe se lo ha encontrado en la villa y corte de España al triple, sí el triple, de precio del que se pueda encontrar en cualquier carnicería que se precie en cualquier calle de ciudad o pueblo de la provincia.

O el botillo, sencillo y primario manjar que aparece ahora por doquier, incluso tratado como croquetas, arroces o guiso, además de las botilladas «de arte y ensayo» que algunas veces se plantean, donde el botillo como tal es uno, y a veces no el más importante, de los componentes del plato, al que se le añade todo tipo de cosas aledañas como lacón, androlla, chorizo, lengua y más, desvirtuando lo que es el auténtico plato, pasándolo de sencillo a exuberante de forma innecesariamente.

Y qué decir de las morcillas: pues para mí la de Burgos carda la lana y la de León lleva la fama.

Y eso que me sientan como un tiro. Pero qué buena está. Y tal y como siempre comento a mis amigos y visitantes, la morcilla de León es morcilla químicamente pura. Quiero decir que sirve de base para cualquiera de las morcillas que se puedan desear. Que te va la de Burgos, añade arroz. Que te gusta la de La Rioja, pon piñones. Y si la quieres suavizar, un poquito de manzana reineta pochada. O huevo frito. O patata paja frita. Incluso en pimiento relleno o en raviolis.

Y no me quiero olvidar de la lengua curada.

Así que de productos de charcutería hay unos cuantos. Y no menciono el jamón porque, ahí sí que, verdaderamente, nos pasan por derecha y por izquierda en muchos sitios. Y siempre nos pasarán, aunque alguno, y conozco a más de uno, no lo quiera reconocer.

¿Qué me falta? Algo inigualable: los guisos, y no tan guisos, de casquería, esos productos humildes y abandonados por las élites gastronómicas, que no saben lo que se pierden.

Y entre ello, algo muy propio, prácticamente desconocido fuera de aquí, posiblemente porque los pastos o yo que sé, no lo facilita: las mollejas de ternera.

Una buenas mollejas, bien limpias (eso sí que es difícil), a la plancha o, mejor aún en salsa roja, esa salsa un poco picante, santo y seña de la cocina leonesa, que tan bien va hasta con las ancas de rana (q.e.p.d.) o las setas de san jorge.

Pasando por los morros y patas de ternera o los callos, cualquiera de ellos luego con garbanzos.

Y el picadillo.

Todo como se ve escaso de colesterol y ácido úrico, casi tan escaso como de pimentón picante, ese aditivo imprescindible para fraguar una buena dosificación de la mezcla y tan idóneo para, acompañado de un buen clarete (o mejor y buen tinto), con permiso de la guardia civil, sobrellevar los fríos de invierno, aunque últimamente eso del frío ya no sea tan habitual.

Porque eso del picante de pimentón sí que llama la atención. Recuerdo los primeros días en que Luis Diego Polo, alcalde en su día de esta ciudad, que era natural de Salamanca, apareció y vino a residir en León. Y con esas, empezó a degustar todo este «marisco del país» con su punto de alegría pimentonera. Como era lógico, y como otra tanta gente foránea, a los cuatro o cinco días, ya sin poderse resistir, por carácter y porque su estómago se lo pedía a gritos me dice:

– Pero bueno, ¿es que aquí destetais a los niños con pimentón? Porque si no, no entiendo que no tengáis todos una úlcera de estómago.

Así que, remedando una frase muy en boga en los años de desarrollo turístico y Benidorm de moda, aquella de «España y yo somos así, señora», no queda más remedio que decir: «León y yo somos así, señora». O señor.

Porque aparte monumentos y sitios naturales, historia y más, tenemos nuestro «marisco del país», personalísimo y variado. Viva el marisco del país.

Y bueno, dejo aparte, por ejemplo y quizá para otro día, la cocina de trucha, de bacalao o de congrio, tres pescados tres, de los que hay mucho que decir. Y sin olvidar el
cocido maragato. Y más cosas.

Así ando yo de kilos.
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