27/10/2022
 Actualizado a 27/10/2022
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Manolo sonríe y levanta la copa de vino. Y su sonrisa es el futuro de esta tierra maltratada y yerma. Manolo tiene sesenta y pocos y luce esos coloretes de la buena vida que desaconsejan los nutricionistas. Se ha bebido y ha elaborado los vinos buenos, los malos y los mejores. Disfruta de las pequeñas cosas que Coelho aconseja exprimir y no se preocupa por la guerra de Ucrania o el cambio climático porque lo que importa es hoy y estar orgullosos de cómo hemos vivido. Esquiva cualquier atisbo de jubilación con nuevos proyectos y renovadas ilusiones. Sigue trabajando porque su pedazo de terruño, con ovejas y castillo, tenga más futuro que el que auguran las estadísticas. Es un vividor, un Sabina de Montes Torozos que habita la casa del cura y lo mismo te cata un vino de Ribera que un vinilo de los Beatles que un niño de once años compró en la última feria del coleccionismo. Cuenta que la madre le recriminó haber gastado el dinero en el disco y él le defendió como a un profeta de lo perdido. Porque quizá Manolo custodia un mundo extinto, a 33 rpm, aquel donde pesa el horizonte y cuyos días no siempre desembocaban en apocalipsis.

Manolo es esa vieja Castilla que merecía la pena y se nos escapa entre los dedos. Esa tierra sabia por naturaleza que aprendió a vivir despacio para saborear la vida. Es de esas generaciones que defienden el mundo rural con su trabajo y no con las palabrerías de despacho. En una comida a Manolo se le amontonan las ideas de negocio para que ‘los de Madrid’ conozcan los tesoros olvidados de nuestros pequeños moribundos pueblos. Para Manolo Madrid es todo lo que pase de cien mil habitantes. En el horizonte, los días claros, ve el Espigüete. Quiere que nos conozcan porque está convencido de que merecemos la pena y es mucho más de lo que piensan muchos políticos. Incansable y fugaz, intenso y torpe, sofisticado en el placer y vulgar frente a las convenciones. Manolo es desarrollo rural sin brillantina. Apura su copa de vino.
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