28/03/2015
 Actualizado a 17/09/2019
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Allá por 1492 comenzaba una cuenta atrás para que todos los judíos que habitaban el viejo Reino de León aceptasen la señal de la cruz o, en caso de permanecer fieles a sus creencias, comenzasen un nuevo éxodo. Aquel decreto de Isabel y Fernando vaciaba de rabinos el núcleo urbano existente, entre las calles Cal de Rodezneros y Pequeñina, para repoblarlo poco a poco de conversos. Quinientos años de convivencia se fueron al traste en menos de una década. Tuvieron que pasar cinco siglos para que otra ley, la que aprobó el Congreso de los Diputados hace unos días, devuelva la nacionalidad a los descendientes de Mosé ben Sem Tob. Los posibles interesados, repartidos por ciudades de medio mundo, tendrán primero que demostrar su condición de sefardíes (seguir hablando en ladino o poseer un certificado matrimonial según las tradiciones de Castilla) para acreditar después su vinculación a España. Por un lado, me alegro de esta reparación histórica y, por otro, me revuelvo ante la hipocresía de nuestros parlamentarios al ser incapaces de resolver injusticias mucho más recientes. Me refiero a la que sufre nuestro paisano Iselmu, un saharaui que nació en 1989 en el campo de refugiados más vergonzante de nuestra memoria histórica, el que se levanta al suroeste de Argelia, en la provincia de Tinduf. Sus padres, ambos con DNI español, fueron también expulsados de sus casas por un rey divino y olvidados por una nación que hoy dice ser moderna, la nuestra. Cuarenta años después Iselmu busca una vida mejor lejos de uno de los desiertos más hostiles del planeta. Vive y estudia en León porque la solidaridad cazurra contra las víctimas de este genocidio es digna de admiración. Sin embargo, el chaval sabe que su éxodo puede comenzar cualquier día, como el de aquellos que vivían hace más de quinientos años en la actual calle de Santa Ana, antes llamada Silvana, ya que debía su nombre a una importante familia judía, la Silván, dueña de varias huertas. Cuando Iselmu, recorriendo el laberinto burocrático en el que se encuentra, enseña aquel DNI de la provincia cincuenta y tres, algún funcionario le recomienda enmarcarlo porque, a efectos legales, no vale para nada. La última vez que hablé con él parecía tranquilo, había sufrido lo inimaginable para volver a España tras visitar a su madre enferma en la polvorienta wilaya. Los papeles que no tiene son su principal problema, echa de menos a su gente pero sabe que allí ya no hay futuro porque los días pasan y nada cambia. Si Iselmu fuera sefardí todo sería más fácil, lo absurdo es que siendo hijo de españoles lo tenga tan difícil.
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