25/09/2016
 Actualizado a 15/09/2019
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No parece que se estén valorando las consecuencias del enorme hartazgo ciudadano que está provocando la actual situación de bloqueo político, y que viene a ser el colofón de un larguísimo divorcio entre la sociedad y la clase dirigente.

Desde sus orígenes, el nuestro se configuró como un sistema tendente a concentrar en las sedes de los partidos la totalidad del poder ejecutivo, legislativo y judicial. Es desde allí desde donde se decide y se negocia la composición, persona a persona, de todas las instituciones del Estado, incluso de las que deben juzgar los posibles abusos en el ejercicio del poder. Es desde allí desde donde se decide el reparto de las licencias de radio y televisión, y desde donde se financia a los medios de comunicación a través de la publicidad institucional o de la influencia directa en el accionariado de las empresas que los gestionan. Las funciones de control que unas instituciones tienen sobre otras se convirtieron enseguida en mera retórica, puesto que todas ellas cuelgan, en el organigrama real, de los partidos políticos.

Y en la configuración del poder dentro de los propios partidos nada tiene que ver la democracia, porque el sistema de listas cerradas hace que, por puro instinto de supervivencia, los supuestos representantes de los ciudadanos tengan la vista puesta en sus respectivos aparatos y no en quienes les votan.
El puzle lo completa el Estado autonómico, mecanismo para la creación de feudos regionales que aseguran decisivas cuotas del poder del Estado a barones cuya legitimidad se aparta completamente de la soberanía nacional.

Si a un sistema de estas características se le añade la falta de responsabilidad y de principios de los líderes de los partidos en los últimos años, el resultado es una desconexión total entre la sociedad y sus supuestos representantes, cuyas consecuencias se traducen, en esta primera fase de crisis del bipartidismo, en un bloqueo total del Estado, incapacitado para hacer frente a una situación económica alarmante, y en el reforzamiento de las opciones más radicales, desde la puramente venezolana hasta las directamente secesionistas.

Y así, tenemos en la calle a casi 17 millones de votantes, los de PP, PSOE y Ciudadanos, que conforman una mayoría social más que absoluta y que comparten una visión muy similar en lo fundamental, pero cuyos representantes en el Congreso prefieren que el Estado salte por los aires antes que ponerse de acuerdo. Las consecuencias a largo plazo son imprevisibles, pero no les importa, ellos, desde luego, no las sufrirán.
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