01/07/2017
 Actualizado a 18/09/2019
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Nada es gratis. Para los ingenuos que desde hace años nos preguntamos dónde reside el negocio de las páginas y los buscadores de internet a los que accedemos supuestamente sin pagar un duro (conexiones aparte), el tribunal de la competencia de la Unión europea ha proporcionado un precio: una multa récord de dos mil cuatrocientos veinticuatro millones de euros. Si esa es la multa, imagínese el beneficio. Averiguan y comercian con nuestra curiosidad y expectativas, no hay mayor negocio en el mundo, desde la esfinge aquella o la cabeza parlante que asombró a don Quijote. Ponen ante nuestros ojos con cómoda presteza aquello que apetecemos cuando asomamos a esa ventana fascinante y perversa que sojuzga nuestros escritorios. Por ese motivo, como me advierte un amigo, se busque lo que se busque en la pantalla, entre las primeras imágenes siempre aparece un desnudo (los deseos son previsibles). Aunque, como en las crónicas judiciales, hay que escribir ‘supuestamente’, porque el trapo rojo que ponen ante nuestras billeteras no es tanto lo que queremos como aquello que pretenden que queramos. Y compremos.

Si Freud hubiera supuesto la existencia de algo así nos hubiera ahorrado centenares de párrafos abstrusos y alguna teoría paranoica sobre nosotros mismos y nuestra mismidad, aparte de un montón de dólares a los neoyorquinos y algún glorioso chiste de Woody Allen. Hubiera bastado con teclear una palabra que extractara nuestros anhelos, como en un test de Rorschach, y darle al intro. Intro, qué término freudiano.

Un gúgol (origen del nombre de Google) es vocablo acuñado por un crío para referirse a la astronómica cifra de un uno seguido de cien ceros. Un número pasmoso que sin embargo se queda corto ante la suma de operaciones que el motor informático realiza en un relámpago imperceptible. Pero a mí me asustan más otras cifras que estoy empezando a entender: dos mil cuatrocientos veinticuatro. Millones de euros. Y es solo la multa. El precio de nuestros deseos.
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