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El tiempo de los poetas

05/12/2016
 Actualizado a 18/09/2019
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Ya sé que hablar de poesía en los tiempos que corren parece casi una osadía, cuando no una provocación. Un mundo en el que los charlatanes más retrógrados, no pocos de ellos sembradores de sombras y de odio, han logrado la atención de numerosas audiencias, no parece el más adecuado para algo que apela a la sensibilidad y a la belleza. Así que uno tiene la sensación de que los poemas son aplastados sin miramientos por el lenguaje tosco y banal que se abre camino allá donde tiene ocasión, y los poetas, a qué dudarlo, son contemplados como auténticos frikis de la literatura, seres que viven en su planeta particular y que, por supuesto, no entienden nada de lo que realmente importa. Si la cultura en general es hoy denostada y despreciada sin muchos miramientos, y no pocas veces por los propios gobernantes, imaginen qué ocurrirá con algo tan delicado y tenue como la poesía, que no puede luchar contra la potencia de la novela (que tampoco está para tirar cohetes), que ni siquiera sueña con el éxito editorial, lo cual es hoy una completa quimera, sino que se conformaría con lograr un mínimo de atención, un mínimo de espacio en la escena cultural. Y eso es lo que nos perdemos, porque la poesía explica el mundo mucho mejor que otros géneros, ahonda en los problemas de los seres humanos y descubre momentos de luz y de felicidad (también de tiniebla y de sombras) que ni siquiera sospechamos.

Hubo un tiempo lejano en el que los poetas eran consultados por los gobernantes. Se les atribuía una visión profética del mundo, pero en realidad lo que buscaban en ellos era una mirada limpia y profunda, un viaje a través del lenguaje que desnudara los juicios y las intenciones de la contaminación del exceso de intereses, de las tinieblas de los egoísmos y los deseos materiales. El poeta se aparecía ante el gobernante como el ser desnudo, un vidente de las metáforas, alguien capaz de despojarse de los males del mundo y reconocer la luz brillando en la distancia. La expulsión de los poetas seguramente nos ha hecho peores, pero ellos habitan aún en territorios casi ignotos, en el aire o en el subsuelo, bajo las hojas o sobre las nubes, e insisten en leer los mensajes, en interpretar las señales, en avisar de los derrumbes. La poesía se ha mantenido en un estado de rara hibernación, sobreviviendo en lo profundo de los bosques, o quizás bajo la tierra.

Aquellas mañanas de verano en las que se celebraba la Fiesta de la Poesía en Villafranca (felizmente rescatada, con la edición de este año dedicada a Antonio González Guerrero, el poeta de Corullón) acuden ahora a mi memoria. Viví algunas de ellas, las últimas de aquella época no tan lejana, con la pasión de reconocer a los maestros, alentado por el entusiasmo irreductible de Antonio Pereira, amigo entre los amigos, desde mi juventud hasta el final de sus días. Lo he contado muchas veces. La última conversación con Victoriano Crémer la tuve allí. O la penúltima: lo entrevisté telefónicamente poco antes de su muerte, y su voz sonaba fuerte y segura al otro lado, como si el tiempo no pasara por él. A Gamoneda le homenajearon, con Pereira siempre al lado, uno de esos últimos veranos. Sería, creo, en 2008. Mestre llegó con su traje negro, enjuto como un trovador medieval, y dio un discurso hermosísimo en la Alameda villafranquina, que enmudeció a todos los pájaros. Luego, creo que fue por ‘La casa roja’, mantuve con él la más larga conversación. Acudimos a un recitado nocturno, para el que vino, cómo no, el maestro Colinas. Hace poco, hablando con Muñoz Quirós, el gran director de la revista ‘El Cobaya’ (aquí estoy, hojeando el último número sobre Rubén Darío: una auténtica joya), acordamos en que tendría que hacer una peregrinación poética a Salamanca para verlos a ambos. Pero todos ellos surgieron, convocados por la magia de la noche, hace apenas una semana. Fue cuando Ester Folgueral vino a visitarme.

Dijimos, al poco de encontrarnos (¡por primera vez!), que en León la poesía todavía goza de buena salud. Es una provincia muy literaria que tiene hijos de la escritura esparcidos por el mundo. Y hay poetas residentes (Gamoneda siempre estuvo ahí), y poetas resistentes, por tanto, que siguen manteniendo el viejo espíritu poético, de cuando ‘Espadaña’, de ‘Claraboya’, y de algunas otras memorables ocasiones. En León se hacen lecturas de poemas en plazas y en tabernas, en calles y pubs, como veo a menudo, con menos cercanía de la que quisiera. Esa costumbre tan anglosajona, pero también tan irlandesa, de leer poemas en público para convocar instantes de luz y felicidad, no es rara aquí. Surge la voz de los poetas en los momentos de oscuridad, en la lucha desigual contra los monstruos que a cada paso despiertan. Y eso me recuerda mis días irlandeses, que pronto volverán, y aquellas noches, en Cork, escuchando a veces la lengua indescifrable de los poetas en gaélico, traducidos levemente, o simplemente frecuentados por su música, por el rumor ronco del océano.

Hablo con Ester Folgueral en esta presentación de ‘Toma de tierra’ (Gravitaciones) en Compostela. «Nunca hablé tanto en una entrevista», me dice. ‘Toma de tierra’ es un poemario breve, hermosamente editado, poblado por versos limpios e inquietantes. Me dice que son poemas más sombríos que otros anteriores, pero que también es un libro de resistencia, un libro que se protege en ese útero vegetal del bosque al que ella acude a menudo, como quien busca su castillo. La conversación llega una mañana de sábado, con el otoño indeciso envuelto en luz mostaza. «Me interesa la poesía metafísica, la que busca, la que interroga, como dice un poema mío en ‘Lo indestructible’. Pero aquí hay un cambio en el tono. En ‘Memoria de la luz’ había seres luminosos, con un prólogo de Antonio Colinas, en el que dice que todo es meditación en esos versos», cuenta Folgueral. Explica que no es pesimista, que la luz sigue estando ahí, aunque este último poemario parezca invadido por las sombras.

El libro, en efecto, viaja hacia las oscuridades del otro lado. Afloran ciertos desengaños («y también el desamor», apunta): los versos fluyen en un silencio que inquieta y desconsuela, que anuncia noches en bosques, pájaros solitarios que besan con sus picos, caballos de fuego, seres vulnerables. «La tierra es la base para nuestra vida, pero estos poemas tienen que ver con una forma de volver a la naturaleza: plantarnos en ella. Y en ella descargamos todo, como si fuéramos lavadoras», sigue contando Folgueral. No renuncia al mundo desconocido que hay bajo nosotros, pero también entiende que nos nutren los elementos aéreos. Aquí Folgueral se asemeja a Heaney, que va de lo terreno (‘Muerte de un naturalista’, ‘Norte’) a los mundos más sutiles, a los territorios del aire («El nivel del espíritu»). Se asemeja a Heaney en su búsqueda del cordón umbilical con la tierra. Y se asemeja a Ted Hughes en la presencia de las bestias, en la comunión con animales que van de las aves a las abejas o a los lobos. (En ‘La espada azul’, en cambio, Ester es más Silvia Plath. Y Mestre dice que es «nuestra Emily Dickinson»). Y sigue diciendo Folgueral: «Yo empecé de una manera más etérea. Con los años, me voy enraizando. Como escribió también Colinas no creo que sea telúrica, ni que mi poesía tenga que ver con los paisajes: es una mirada metafísica. He vivido en grandes ciudades, diez años en Madrid… o en Las Palmas, o en Valencia… y creo que el regreso al Bierzo, hace una década, me hizo agarrarme más a la tierra, aunque nunca la había soltado. Tengo esa necesidad imperiosa de tomar tierra. Me siento segura en los bosques, no tengo miedo al lobo ni al oso. He leído mucho a María Zambrano, y entiendo que el bosque es un elemento nutritivo. El bosque cuenta el misterio insondable de millones de años, ese iceberg que nunca lograremos ver. Los seres humanos, en cambio, me cansan un poco».

«He hablado más con la naturaleza que con los hombres», dice al fin.
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