19/10/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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Una mayoría de políticos rehúye utilizar el nombre de España. Ni siquiera los que la nombran lo hacen con naturalidad y convicción. Dubitan. Prefieren perífrasis eufemísticas como «nuestro país», el «Estado español», «españoles y españolas», «ciudadanos y ciudadanas», «la ciudadanía», «la gente»… La última necedad es eso de «nación de naciones» y «Estado plurinacional». Digo políticos, porque es donde más patente se hace la anomalía, pero la misma afasia la padecen periodistas de todo pelaje y de ahí (la televisión, la radio y la prensa) se ha extendido el virus a todo «el cuerpo nacional ciudadano» (les brindo una nueva perífrasis). «España» es lo innombrable, el tabú esencial. Es como si nos hubieran hecho una lobotomía en las áreas de Broca, de Wernicke y de Brodmann. Esto sí que es singularidad. No hay otra nación en el mundo que padezca la misma encefalopatía colectiva.

La primera nación de Europa constituida en Estado desde hace cinco siglos, con nombre propio plenamente reconocido y usado desde entonces por todo el mundo (de Cervantes a Lorca, por simplificar), hete aquí que ha perdido de pronto su nombre, que es como decir que no existe, que se ha diluido como niebla que cegaba nuestros ojos e impedía ver lo que somos: un conglomerado de pueblos, especies zoológicas distintas constituidas en manadas prehistóricas dispuestas a defender sus territorios con uñas, dientes y cuernos. El tabú blasfemo lo impusieron los separatistas, de ahí pasó al PSOE (¡a ver si se quita la E de una puñetera vez!) y luego a Podemos, ese regreso al medievo, lucha de tronos, de reinoscircunstancialmente unidos por el objetivo común de acabar con España, ese escupitajo, esa invención franquista, esa cutrez imperialista y genocida, la puta España, como vomitó aquel charnego gallego que se hizo independentista catalán de la noche a la mañana (fue amigo mío), Pepe Rubianes, de infeliz memoria.

Pues no. Por más que lo proclamen e impongan, España no es un conglomerado de pueblos, sino un conjunto de ciudadanos libres e iguales. No somos un pastiche de territorios unidos por el azar geológico, sino una nación política constituida en un Estado democrático. Una nación es un hecho objetivo, un espacio físico y político definido por fronteras, leyes, obligaciones y derechos legítimamente reconocidos. Como ciudadanos españoles, nuestra identidad básica es la identidad política, el reconocimiento oficial de pertenencia a esa unidad política llamada España. Esta es la base de todos nuestros derechos, desde la asistencia sanitaria a la educación, del derecho a una pensión, a poder circular con seguridad por la calle, a que nadie se meta en mi casa o a rezar al Dios que quiera… No hay aspecto de nuestra vida cotidiana que directa o indirectamente no esté amparado por el orden constitucional, por el Estado.

Frente a la identidad mítica o esencialista, étnica o lingüística, lo que nos une es la identidad democrática. España es una nación plenamente democrática, nuestra única nación. Cataluña, por más que lo grite, por más que lo meta en la cabeza de los niños, no es un nación. No existe ningún lugar del mundo con dos naciones ocupando el mismo territorio. O una u otra. Para que Cataluña sea una nación (o sea, un estado independiente) España tiene que dejar de serlo. La pregunta es: ¿estamos la mayoría de españoles dispuestos a aceptarlo? Hay que partir de este reto, todo lo demás son engaños, evasiones, marrullerías de embaucadores. Más pronto que tarde habrá que decidir. Yo soy de los que hará todo lo posible por impedir que triunfen los que añoran el medievo, los reaccionarios, los anacrónicos, los que luchan por tronos, los que juegan a vikingos, esa adolescencia retardada que se autoproclama incendiaria y se cree muy moderna. Que lean este poema del exiliado Ángel Crespo titulado ‘España’:

«Decidieron borrar aquellas letras y montaban andamios y / escaleras; fueron con helicópteros y con camiones / y con cestos de gomas de borrar y con enormes / botes de pintura y con máquinas pulidoras, pero / aquellas letras no se borraban.

Pues no, no parece tan fácil borrarlas. Para impedirlo habrá que empezar a pronunciarlas, a escribirlas, a liberarnos de ese estado de excepción lingüística que nos han impuesto. Necesitamos una derecha menos pusilánime y una izquierda que no tenga miedo a pronunciar el nombre de España».
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