Imagen Juan María García Campal

Corruptores de palabras

05/07/2017
 Actualizado a 15/09/2019
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Todos los que, de una u otra manera, nos acercamos a la escritura con ánimo creador, bien poético, bien prosaico, escribimos sobre los mismos temas: amor, desamor, lealtad, traición, soledad, naturaleza, lucha por la vida, sentido de ésta, muerte, etc. De la humana existencia y sus vicisitudes. En esto, como en tantas otras cosas, «todos nacemos originales y morimos copias» que diría Jung. No hay diferencia alguna entre los grandes temas de la literatura y las causas de exaltación o tribulación de cualquier ser humano; incluso de aquel que, acaso, jamás se ha acercado al gozoso encuentro con sus semejantes, al propio descubrimiento en las páginas de un libro cuyo contenido, el acto finito de la escritura, quizás sin saberlo, completaría con el personal acto de íntima recreación, de su lectura, tal que enseñó Carlos Fuentes. Poca originalidad nos resta pues, en cuanto a temas a tratar, a los amigos de la escritura, y quizás por eso sea menester no olvidar la sabiduría de otros, Goethe (1749-1832), por ejemplo: «la originalidad no consiste en decir cosas nuevas, sino en decirlas como si nunca hubiesen sido dichas por otro», lo cual, no dejó de ser su manera de parafrasear a Terencio (185-159 a.e.c.) en su «ya no se puede decir nada que no haya sido dicho antes de nosotros».

Como ven, he ejercido en el párrafo anterior dos derechos –cita y paráfrasis– de todo escritor cuya práctica, en mi opinión, nada desdice y sí son –salvo por controversia– homenaje público, al autor citado, parafraseada o textualmente; amén de pública confesión de la poca originalidad de uno mismo y de las fuentes donde uno ha bebido, que lo han alimentado, cooperado a hacerse, ¡cultivado! Es casi una de las diferencias entre cultura y erudición pues, parafraseando al escritor peruano Julio Ramón Ribeyro (1929-1994), la cultura, el culto la distribuye de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación y el erudito la guarda donde sólo cabe la putrefacción y la repetición.

Y cito a este escritor peruano, por si lo tuvieran más a pezuña los corruptores de palabras (inspiración, escritura, poema, poesía, poeta…) que dicen llamarse –que a saber– Carlos Alberto Cachay Flores y Ana Cecilia Martín Arana que, ruines hasta el extremo, se dedican a plagiar aquí, allá y acullá. Esta última vez, el uno a Antonio Manilla, su «La canción del optimista», la otra, a Emma Pedreira, su «Carta de amor de serie be». ¡Cómo está el patio! ¡Para baldear! ¡Ay, si don César levantase la cabeza!
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