22/07/2017
 Actualizado a 07/09/2019
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Es una teoría comúnmente aceptada que cada estación del año posee su color. El otoño se debate entre verdes y ocres, incluso nos regala algún lavanda gracias al brezo que cubre las montañas en noviembre. El invierno es blanco, de un blanco níveo que hace reales las ‘Crónicas de Narnia’. La primavera es rosa, como los almendros de la poesía de Neruda o la voz de Edith Piaf, es rosa-París. El verano es, sin duda, azul. Estemos donde estemos, siempre será azul. Azul cielo, azul río, azul piscina o azul mar. Es de un azul intenso que se clava a fuego en las pupilas y regresa cada año a nuestra mente como una postal impresionista o un leit motive que invita al descanso y al sosiego, a un dolce far niente refinado, a una calma supina sólo interrumpida por el canto tenaz de la cigarra. El verano es un tiempo de horizontes infinitos, un lugar para perderse o encontrarse, el privilegio de la infancia y como decía Rilke, «la infancia es la única patria que nos queda». El verano nos descubrió el azul del agua, el brillo trémulo del sol al caer la tarde sobre el lago (el mío fue Sanabria), las playas del norte los domingos, los picnics a orillas del Cantábrico, el viento luchando contra el arrecife y nosotros compartiendo sidra y tortilla de patatas. La resaca del océano nos empujaba mar adentro, rebelde y poderosa y nuestros pies se hundían en remolinos fríos mientras la voz de nuestra madre nos llamaba a gritos en la arena. El primer significado de la palabra silencio lo hallamos flotando en el agua; de pronto el resto del mundo desaparece y nuestro cuerpo se convierte en un eco lleno de quietud y de vacío, somos en ese instante rumor de caracolas. Los ojos de la infancia y todo lo que vieron no se cierran jamás. Ahora, los más afortunados podrán irse a algún país lejano, realizar un crucero, tomar un avión a Tombuctú o pasar unos días en alguna playa del Caribe. La mayoría vivirá una semana a ritmo de sombrilla y colchoneta. Otros huirán al pueblo de montaña, que recibe siempre complaciente a los descendientes de sus fundadores, para celebrar cada noche junto al fuego el rigor ancestral de las estrellas. A causa de la crisis, muchas familias tendrán que conformarse con parques y piscinas cercanas y, aun así, el verano, aunque largo y cálido, no les será hostil. Al fin y al cabo, es un tránsito que dura lo que el vuelo fulgurante de una golondrina.
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