29 de Abril de 2018
Lo cuentan en ciertos círculos de esta España nuestra y no se lo creen. Ocurrió el día 9 de este mes. El presidente de la ‘laica’ República Francesa, Emmanuel Macron, se reunió con los obispos de su país en el Colegio de los Bernardinos, en París, desamortizado en su día, hoy recuperado (a golpe de talonario, no se crean) para que sea lugar de encuentro de la Iglesia con la sociedad. El presidente de la Conferencia Episcopal adelantó el objetivo de la reunión: con espíritu democrático, conscientes de estar en una sociedad de criterios y creencias plurales y en disposición de diálogo, avanzar en acuerdos de principios universalmente válidos a la hora de construir el futuro.

El presidente Macron, sin duda la personalidad política más relevante de la Europa emergente, mostró su convencimiento de que ninguna corriente ideológica, por descreída o neutral que pretenda ser, está pudiendo aniquilar las preguntas últimas por el sentido de la vida, que es donde las convicciones religiosas tienen su propio y esclarecedor papel. Entre ellas está la de la fe católica, que, para que se reconozca su estatuto de ciudadanía, necesita hacerse creíble por su contribución al bien común, por el afán positivo de sus aportaciones a la sociedad y por la exclusión de buscar intereses particulares. Y también, dijo, por la humildad que brotará de las situaciones de tensión e incertidumbre que en su seno y en el ejercicio de su misión encuentra esa misma Iglesia.

Fue más allá. Cita literal, que por acá suena a políticamente incorrecta: «Una Iglesia que pretenda desinteresarse de las cuestiones temporales estaría rehuyendo su vocación, y un presidente de la República que pretendiera desinteresarse de la Iglesia y de los católicos faltaría a su deber». Con imaginación, pidió enredarse menos en debatir sobre las raíces y centrarse más en la savia que debe correr por los canales de la cultura europea, que tiene derecho a recibir de la Iglesia los dones de la inteligencia, del compromiso y de la vivencia de la libertad. Pidió que la Iglesia no sea, en caricatura, quien tutela las buenas costumbres, sino «la voz amiga que responde a quien interpela, a quien duda, en un mundo en el que el sentido, en vaivén, desaparece y se reconquista». Que sea, pues, uno de los puntos fijos que necesita nuestro mundo oscilante, para no ceder al balanceo de cada época.

¿Se imaginan esto mismo dicho en otro escenario geográfico? ¿Verdad que no? Será por culpa de la memoria histórica. Y de más cosas. Hasta de la mala uva.