Me pregunto cómo le estarán yendo las Navidades a P., de calle en calle por esta ciudad ahogada en niebla. Si no la ven los camareros, se cuela en los bares llenos de gente que brinda y tiende la mano. La gente le dice: «oye, P., no seas pesada, que ya te di algo ayer». Pero ella siempre insiste, porque hay un demonio que se lo exige. «Una ayudita, guapa, venga». Y se va cojeando.
En el supermercado, el pulpo ha subido como si los tentáculos vinieran del mismísimo Cthulhu. Junto a los congelados hay calendarios de adviento para los niños. Y en las neveras, los langostinos más baratos son los más pálidos, hasta la caja es fea. Al volver a casa -una señorona de esta ciudad asegura que ir con bolsas de supermercado por la calle es de pobres-, encontramos al anciano sentado en la terraza del bar. Da igual el frío que haga, siempre está fuera. De su boca sale vapor, y fuma y bebe cerveza con una manta sobre las piernas. «Ése llega a los cien», dice el compañero. Y yo estornudo bajo mi enorme abrigo de plumas.
Hay enfermeras -sobre todo son ellas- que comerán las uvas cambiando sueros y poniendo inyecciones. En el hospital han pedido voluntarios para currar durante las fiestas porque sólo se hacen contratos como estrellas fugaces que ya no ciegan a nadie. En el médico, esta mañana, un tipo gritaba a la administrativa. Qué paciencia y qué poco espíritu navideño. El tipo abría la boca y salían serpentinas como serpientes y confeti de mala leche. Así no se cura uno, hombre, se le va a subir la tensión.
Una mujer compra en los ‘chinos’ una agenda de 2019 y juego con la hija de los dueños a adivinar lo que dibuja en una pizarra mágica: un muñeco de nieve, un árbol de navidad, un elfo. «Esto no sé cómo se dice en español». La niña señala algo que yo tampoco sé qué es. A lo mejor ni existe. Las estanterías revientan de espumillón y cotillones de plástico.
Tras la misa de fin de año en la iglesia evangélica, los gitanos junto al Sil darán palmas y cantarán y bailarán toda la noche. Siguen siendo un poema de Lorca, lo sepan o no, con los caballos sueltos por los prados y el brillo de sus metales. Al lado, la luna tiembla en el río, entre peces deslumbrados.
En el supermercado, el pulpo ha subido como si los tentáculos vinieran del mismísimo Cthulhu. Junto a los congelados hay calendarios de adviento para los niños. Y en las neveras, los langostinos más baratos son los más pálidos, hasta la caja es fea. Al volver a casa -una señorona de esta ciudad asegura que ir con bolsas de supermercado por la calle es de pobres-, encontramos al anciano sentado en la terraza del bar. Da igual el frío que haga, siempre está fuera. De su boca sale vapor, y fuma y bebe cerveza con una manta sobre las piernas. «Ése llega a los cien», dice el compañero. Y yo estornudo bajo mi enorme abrigo de plumas.
Hay enfermeras -sobre todo son ellas- que comerán las uvas cambiando sueros y poniendo inyecciones. En el hospital han pedido voluntarios para currar durante las fiestas porque sólo se hacen contratos como estrellas fugaces que ya no ciegan a nadie. En el médico, esta mañana, un tipo gritaba a la administrativa. Qué paciencia y qué poco espíritu navideño. El tipo abría la boca y salían serpentinas como serpientes y confeti de mala leche. Así no se cura uno, hombre, se le va a subir la tensión.
Una mujer compra en los ‘chinos’ una agenda de 2019 y juego con la hija de los dueños a adivinar lo que dibuja en una pizarra mágica: un muñeco de nieve, un árbol de navidad, un elfo. «Esto no sé cómo se dice en español». La niña señala algo que yo tampoco sé qué es. A lo mejor ni existe. Las estanterías revientan de espumillón y cotillones de plástico.
Tras la misa de fin de año en la iglesia evangélica, los gitanos junto al Sil darán palmas y cantarán y bailarán toda la noche. Siguen siendo un poema de Lorca, lo sepan o no, con los caballos sueltos por los prados y el brillo de sus metales. Al lado, la luna tiembla en el río, entre peces deslumbrados.