07 de Junio de 2015
Nació hace casi siete décadas en Valle de las Casas, ese pueblo que tanto le debe a un tren que ya no para y a una cañada en desuso, la Real Leonesa en su vertiente oriental. Recuerda todavía a Don Nicasio, maestro rural de una estirpe en extinción, y a Ismael, profesor de su primer latín en la preceptoría eclesiástica de Vidanes, una villa cercana que también tuvo cuartel de la Guardia Civil, parada de sementales, médico y escuelas.

Para escribir esta columna y revisar mis notas, quedé con el protagonista después de sus tres misas dominicales que empiezan en el campamento de Ferral, continúan en el barrio de Corea y terminan en la iglesia de Las Ventas. Me contaba este licenciado en Teología por la Universidad de Navarra que en el Seminario Mayor de San Froilán su habitación apenas recibía la luz del sol pues las torres de la Pulchra Leonina lo tapaban, una maravilla de vistas, pensé yo, «neque sol neque luna feriet tibi», respondió él. Superada aquella formación y ordenado ya sacerdote, Serapio, que así se llama mi paisano, obtuvo su primer destino parroquial en Grajal de Campos, por orden de Luis María de Larrea y Legarreta, uno de los obispos católicos más longevos de la era moderna. Allí también fue capellán en un convento de monjas de clausura y párroco en Escobar de Campos, el ayuntamiento más pequeño del mapa leonés, y en Villacreces del Río, un municipio vallisoletano que ni es villa, ni crece, ni tiene río. A finales de los setenta, y en virtud del concordato vigente por el cual las diócesis españolas debían enviar un determinado número de curas a cada uno de los tres ejércitos, Serapio recala en la isla de Fuerteventura, sede de la guarnición del Tercer Tercio de la Legión procedente del Sáhara. Este regimiento sería el primero de muchos en su carrera militar. A su paso por el cuartel de Salamanca coincidí dos cursos con el ‘Páter Serapio’ mientras quien les escribe estudiaba el oficio de juntar letras en la pontificia universidad levantada a orillas del Tormes. Debo reconocer veinte años después que sus contactos en la Facultad de Filología Bíblica Trilingüe me abrieron más de una puerta en aquel mastodóntico edificio.

Hoy le dedico esta columna porque cada temporada me invita puntual a sus otros cumpleaños: uno para celebrar que el marcapasos funciona perfectamente, y otro, para dar gracias al de arriba por dejarle vivir tras el espectacular atropello que sufrió mientras cruzaba un paso de peatones cerca de La Palomera. Antes de concluir esta tribuna, y por si alguno de mis lectores se ha quedado con la duda al leer el latinajo que me soltó el ‘Páter Serapio’, ahí dejo la traducción: «ni el sol ni la luna te herirán», dixit.