19 de Diciembre de 2014
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¿Qué edad tendría yo? ¿doce, trece años? No lo recuerdo con precisión, pero sí que recuerdo que estaba estudiando uno de los primeros años del aquél bachillerato de la Organización Libre de Enseñanza que Franco había heredado de la república y que luego el mismo Franco, o vaya usted a saber qué ministro, cambió con el Libro Blanco de la Enseñanza que nos ha llevado justo hasta donde ahora estamos, un sitio entre la nada y la desinformación planeada, sobre todo si nos hacemos caso del informe Pisa.

Entonces aprendíamos con palotes, tabla de multiplicar y algún que otro capón, con mapas mudos y libros que se heredaban de hermanos a hermanos, llenándonos de información y con bastantes menos traumas que lo que se supone se evita con los sistemas actuales.

Pero aprendíamos, aunque la cosa era dura. Tan dura que, de vez en cuando hacíamos novillos, posiblemente para aligerar nuestros continuados días de estudios, ejercicios de todo tipo y cosas así, incluidas clases de ortografía y urbanidad.

Y en esas estábamos cuando, un día por la mañana, un par de amiguetes y el que suscribe, decidimos que íbamos hacer novillos y nos fuimos a ver las obras de Papalaguinda.

No recuerdo el tiempo exacto, pero sí recuerdo el motivo: había unas monstruosas máquinas amarillas, nunca vistas por estos lares, Carterpillar las llamaban, que estaban moviendo las tierras desde la plaza de Guzmán hasta la Plaza de toros, esa que hoy se conoce como ‘la sopera’.

En aquellas fechas, en aquellos tiempos de salida de nuestra posguerra, y aquello sí que era una crisis, ver una muestra tan magnificente del desarrollo americano, que era donde se fabricaban aquellos mastodontes metálicos, sí que era un espectáculo.

Y así, la expedición aventurera llegó hasta lo que hoy es el malhadado solar del INS, al principio del paseo y allí, como contrapunto, dominando todo el barullo que había debajo al nivel del río, estaba un carromato de gitanos, igualito que el que salía en la película de Pinocho, con su techo curvo y su chimenea con sombrerete, el caballo desenganchado y la gitana haciendo un guiso en un caldero que colgaba de un trípode de maderos.

Nos apartamos bastante, no fuera a ser que, como a Pinocho, nos raptaran los zíngaros, y, ensimismados, pasamos una buena hora viendo como aquellos monstruos nunca vistos movían tierras, cascotes y basuras, de las que había cantidad.

Lo antiguo y lo nuevo, el futuro, todo junto. Y no es que yo tuviera entonces tan preclaros juicios, no me voy a tirar esa plancheta, que bastante miedo tenía en el cuerpo, no fuera que alguien nos encontrara allí, y mi padre se enterara, se me iba a caer el pelo.

Porque, de ser así, se nos iba a caer el pelo. Pero es que era la realidad.

Sí que era el pasado y el futuro al tiempo. Quién lo ha visto y quién lo ve, hoy convertido en lugar moderno, ajardinado, con su McDonald’s y todo, cazadero de vehículos corretones (ojo amigo, que no se puede circular a más de 30 km/h), pista de carreras para bicicletas, por las aceras, claro, que por la calzada sería demasiado pedir, circuito de footing y sede dominical del rastro. Quién lo ha visto (yo lo he visto), y quién lo ve.

Allí han sucedido celebraciones años santos, juras de bandera, carreras de bicis, casetas de sevillanas, festejos sanjuaneras e incluso la actuación, en sus primeras épocas, de Luz Casal, Bustamante y algunos más.

Y no olvidemos los años en que fue lonja nocturna de contrataciones inconfesables.

Eso sí que es un espacio multiusos y no los que ahora se proyectan, con rimbombantes nombres, a lo largo y ancho de este país.

Claro que no todo es dicha y bienaventuranza. Y sino, pregúntese a los allí residentes, sufridores silenciosos que han de pagar las consecuencias de la incomodidad que para ellos suponen estas celebraciones, con noches de insomnio sobre todo.

Y del nombre, qué vamos decir. Lo pronunciamos de corrido, sin pensar en él, pero, y según la tradición, tiene el significado que tiene, y no otro, con variantes más o menos groseras, con variantes más o menos finas, y todo porque a dos periodistas (¡qué raza tenía aquella gente!), Augusto López Villabrille y José Estrañí, se les ocurrió que había que cambiar el nombre de lo que por entonces era el Paseo del Calvario, paseo de jóvenes y no tan jóvenes, en el que, con intenciones más bien poco castas se perseguía lo que siempre se ha perseguido por esos jóvenes y no tan jóvenes. Había que adecuar el continente al contenido. Y, entre versos y bromas, lo hicieron. Vaya si lo hicieron.

Y seguro que algo nuevo se hará, que tiempo hay y lugar también.

Larga vida a Papalaguinda, imagen única de esta ciudad.