Esté en un frigorífico o no, Disney fue nuestro gran visionario, el Julio Verne de nuestra era. Por una parte su empresa se comporta como un tiburón: si alguien amenaza su imperio o descuella, se le come antes de que crezca lo suficiente (Pixar, Fox…). Y sus productos son un encantador pez de colores: convierten relatos plagados de zonas grises y retorcidas (de Peter Pan a Pocahontas…) en cuentos infantiles maniqueos y cursis.
López Obrador, flamante presidente de México, no tiene otro problema que reclamar la contrición de españoles todos y del Rey y el Papa los primeros por crueldades de soldados y clérigos de hace siglos. Cabría comentarle que, aunque no sea su caso, quienes se beneficiaron de la conquista ocupaban entonces sillones de cuero y siguen haciéndolo. Que, al poco de comenzada, la ocupación de Latinoamérica benefició a gente nacida allá cuyas familias aún hoy se aprovechan de ello. Son élites económicas, sociales y a menudo políticas, pero locales. Si busca responsables y perdones, no se despiste con imputaciones remotas y revise las genealogías de las clases altas mejicanas. Heredaron abusivos privilegios y prolongan aún aquellas infamias caducas. Pedir perdón cicatriza, pero hay un tiempo para hacerlo. Fuera de ese tiempo resulta tan ridículo como reclamarlo. Y de poco sirve el que nunca llegará a destino, salvo para provocar confrontaciones.
La pretensión del presidente López Obrador revela un comportamiento común en nuestros días: la simplificación y la necesidad de villanos que nos conviertan en víctimas. La mayoría de los historiadores reconocen la conquista americana, y tantas otras, como algo colectivo y complejo, en que además participaron pueblos y gentes (muchos de ellos indígenas) de muy diverso signo, con intereses contrapuestos o coincidentes, según las circunstancias. Al igual que la composición de los Tercios o la del primer viaje de circunvalación terráqueo, en los que participaron varias ‘nacionalidades’, aplicar conceptos modernos al pasado resulta tan anacrónico y estéril como exigir disculpas por acontecimientos archivados. Ni México ni España existían entonces.
Vivimos una época compleja (como siempre) y ofrecemos explicaciones y soluciones simples (como nunca). Habitamos un parque temático. No hay nada como tener un culpable a mano, una cabeza de turco... Perdón, una cabeza de… ¿de ajo? Contar con un sospechoso habitual, vocacional o profesional, es una puerilidad útil y seguimos recurriendo a ella.
El efecto dominó la caricaturiza pero la revela: en España los franceses (culpables de todo destrozo moderno), musulmanes (que reclaman a su vez, qué vicio), romanos («¿qué han hecho los romanos por nosotros?»), entre otros muchos, podrían alcanzar a los hombres mesolíticos de La Braña-Arintero, llegados para conquistarnos con su tez morena y sus seductores ojos claros… El neandertal de momento libra, pero todo llegará. En la trinchera de Atapuerca sobra sitio.
López Obrador, flamante presidente de México, no tiene otro problema que reclamar la contrición de españoles todos y del Rey y el Papa los primeros por crueldades de soldados y clérigos de hace siglos. Cabría comentarle que, aunque no sea su caso, quienes se beneficiaron de la conquista ocupaban entonces sillones de cuero y siguen haciéndolo. Que, al poco de comenzada, la ocupación de Latinoamérica benefició a gente nacida allá cuyas familias aún hoy se aprovechan de ello. Son élites económicas, sociales y a menudo políticas, pero locales. Si busca responsables y perdones, no se despiste con imputaciones remotas y revise las genealogías de las clases altas mejicanas. Heredaron abusivos privilegios y prolongan aún aquellas infamias caducas. Pedir perdón cicatriza, pero hay un tiempo para hacerlo. Fuera de ese tiempo resulta tan ridículo como reclamarlo. Y de poco sirve el que nunca llegará a destino, salvo para provocar confrontaciones.
La pretensión del presidente López Obrador revela un comportamiento común en nuestros días: la simplificación y la necesidad de villanos que nos conviertan en víctimas. La mayoría de los historiadores reconocen la conquista americana, y tantas otras, como algo colectivo y complejo, en que además participaron pueblos y gentes (muchos de ellos indígenas) de muy diverso signo, con intereses contrapuestos o coincidentes, según las circunstancias. Al igual que la composición de los Tercios o la del primer viaje de circunvalación terráqueo, en los que participaron varias ‘nacionalidades’, aplicar conceptos modernos al pasado resulta tan anacrónico y estéril como exigir disculpas por acontecimientos archivados. Ni México ni España existían entonces.
Vivimos una época compleja (como siempre) y ofrecemos explicaciones y soluciones simples (como nunca). Habitamos un parque temático. No hay nada como tener un culpable a mano, una cabeza de turco... Perdón, una cabeza de… ¿de ajo? Contar con un sospechoso habitual, vocacional o profesional, es una puerilidad útil y seguimos recurriendo a ella.
El efecto dominó la caricaturiza pero la revela: en España los franceses (culpables de todo destrozo moderno), musulmanes (que reclaman a su vez, qué vicio), romanos («¿qué han hecho los romanos por nosotros?»), entre otros muchos, podrían alcanzar a los hombres mesolíticos de La Braña-Arintero, llegados para conquistarnos con su tez morena y sus seductores ojos claros… El neandertal de momento libra, pero todo llegará. En la trinchera de Atapuerca sobra sitio.