15 de Julio de 2021
Solo cuando uno acude a vacunarse siente que, a pesar de todo, estamos venciendo a la pandemia. Esta emocionante experiencia del pinchazo preventivo, histórica en lo colectivo y en lo individual, debería hacerse en la soledad serena del triunfo de la ciencia, la sanidad pública y toda la civilización. Me han vacunado hace apenas una hora y reconozco que ando emocionado. Ha sido larga la espera para quienes buscamos recuperar la libertad pero un suspiro desafiante para la medicina.A vacunarse hay que ir solo, al menos lo recomiendo. Las vacunaciones masivas son las procesiones que no tuvimos. Una larga fila de devotos de una esperanza a la que se reza sin fe donde también los penitentes son anónimos en vez de bajo el capirote tras la mascarilla. Desfiles por generaciones para volver a desterrar la muerte de lo cotidiano, esa mentira de una sociedad que nos invita a vivir en Nunca Jamás sin necesidad de que Peter golpee ninguna noche la ventana.

Vacunarse solo como acto de constricción tras la crueldad de lo vivido. Un cuarto de hora de cola para recordar las calles vacías, las residencias del luto, los hospitales débiles, el miedo denso; pero sobre todo los muertos. Si uno aguarda en el silencio sobrio del respeto alcanza su turno con la necesidad de agradecer a quien te toma la temperatura, a quien comprueba los datos y a quien empuña la jeringuilla con la suavidad mecánica y cansada de tantos meses inoculando futuro. El ansia por reconocer el esfuerzo entregado de nuestros sanitarios azota a los que por suerte esquivamos la enfermedad en los más cercanos y nos vemos por primera vez frente a frente a sus exhaustas batas blancas. Los quince minutos de después del pinchazo no son por si la vacuna nos provoca alguna alergia. Son otra invitación a la reflexión y el agradecimiento, como cuando vuelven al banco de la iglesia los que comulgan. Son para bajar la mirada, sentirnos vivos, respirar bien profundo y levantarnos de nuevo.