En las tres estaciones en las que cogí los tres trenes de vuelta a casa, la noche era fría y tenía una profundidad de pozo. En una de ellas, la segunda, había incluso un poco de niebla y parecía como si alguien fuera a rodar una de esas despedidas de las películas. Esperé a la pareja del beso de tornillo, pero no apareció.
Cuando lo hay, el silencio rítmico de los trenes me resulta muy propicio para leer y para escribir. Cuando aparece alguien que hace una videollamada a gritos o el enterao que me tocó en uno de los trenes y al que oí decir, bien alto, por su móvil: ¿Ese mar?¿Ese lo he navegado yo entero? Entonces, ay.
Pero en el último tren de vuelta, por suerte, se produjo ese silencio y empecé a releer el libro de Landero que había llevado para celebrar su reciente Premio Nacional de las Letras.
En ese libro, ‘Entre líneas: el cuento o la vida’, Landero inventa a un personaje que es él mismo: Manuel Pérez, Manolito para los amigos, profesor de lengua y literatura en un instituto, lector y escritor. En la primera escena destella la ironía de Landero, que cuenta cómo ese profesor va al banco a pedir un crédito porque quiere hacer mejoras en su piso y el empleado, al decirle su profesión, le mira con una mezcla de estupor y piedad.
Como venía de un encuentro con los alumnos y alumnas de un instituto -el IES Marqués de Santillana de Torrelavega-, traía muy frescos no sólo los recuerdos de la adolescencia que siempre me vienen en estos casos, ante la contemplación de pizarras y patios y murales de temas diversos, sino también las dificultades de esa profesión de profesor de la que algo también conozco.
Contesté lo mejor que supe a las preguntas que me hicieron los alumnos y después, con los profesores, comiendo una tortilla que estaba de diez, hablamos de cómo un instituto es una forma de conocimiento del mundo. Y de qué manera. Ya después, en ese tren que me traía de vuelta, pensaba en la renovación del entusiasmo que requiere entrar en un aula cada día. Y que de eso -de entusiasmo- deberían hacerse prospecciones en cualquier suelo porque para cualquier país siempre acaba resultando un recurso más valioso que el oro.
Cuando lo hay, el silencio rítmico de los trenes me resulta muy propicio para leer y para escribir. Cuando aparece alguien que hace una videollamada a gritos o el enterao que me tocó en uno de los trenes y al que oí decir, bien alto, por su móvil: ¿Ese mar?¿Ese lo he navegado yo entero? Entonces, ay.
Pero en el último tren de vuelta, por suerte, se produjo ese silencio y empecé a releer el libro de Landero que había llevado para celebrar su reciente Premio Nacional de las Letras.
En ese libro, ‘Entre líneas: el cuento o la vida’, Landero inventa a un personaje que es él mismo: Manuel Pérez, Manolito para los amigos, profesor de lengua y literatura en un instituto, lector y escritor. En la primera escena destella la ironía de Landero, que cuenta cómo ese profesor va al banco a pedir un crédito porque quiere hacer mejoras en su piso y el empleado, al decirle su profesión, le mira con una mezcla de estupor y piedad.
Como venía de un encuentro con los alumnos y alumnas de un instituto -el IES Marqués de Santillana de Torrelavega-, traía muy frescos no sólo los recuerdos de la adolescencia que siempre me vienen en estos casos, ante la contemplación de pizarras y patios y murales de temas diversos, sino también las dificultades de esa profesión de profesor de la que algo también conozco.
Contesté lo mejor que supe a las preguntas que me hicieron los alumnos y después, con los profesores, comiendo una tortilla que estaba de diez, hablamos de cómo un instituto es una forma de conocimiento del mundo. Y de qué manera. Ya después, en ese tren que me traía de vuelta, pensaba en la renovación del entusiasmo que requiere entrar en un aula cada día. Y que de eso -de entusiasmo- deberían hacerse prospecciones en cualquier suelo porque para cualquier país siempre acaba resultando un recurso más valioso que el oro.