Nos parecía, creíamos al comienzo de esta reclusión, que a la menor oportunidad que tuviésemos de salir nos faltaría tiempo para agarrar la chaqueta y plantarnos en la calle en dos zancadas dispuestos a respirar con ansia el aire puro, el puro aire que parecía escapársenos estos cuarenta y cinco días desde la ventana; sin embargo los humanos somos animales de costumbres, quien se adapta sobrevive o sigue adelante en mejores condiciones que quien se rebela o resiste, cuestión de evolución, supongo. Son ya muchos días de pijama y sofá, de ejercicio en la estática y recreos de balcón, de cafés y libros y series, de teletrabajo y videollamadas. Nos acercamos a la puerta y hasta el pomo nos da cierto repelús, tal vez un pelín de miedo. Ya lo hemos tocado a toda velocidad cuando salimos a la compra con los guantes puestos, enmascarados. Y aún así, como sucede con los actos reflejos, lo soltamos de sopetón, como si nos causase cierta repulsión inducida por un miedo casi-pánico que se ha apoderado de nuestra mente y nuestro cuerpo. Nosotros, tan castizos o tan mediterráneos, a veces ambas cosas, nunca imaginamos vivir en un estado de ciencia-ficción. Ahora salir es una opción, sí, pero no tan apetecible como para preparar una estampida. Solo pensar en la tarea de desinfección a la llegada provoca hasta pereza. Será que aún llueve, que es abril, que tanto aire puro nos marea, como a Woody.
El futuro nos depara una ‘nueva realidad’. Parecen viejos tiempos aquellos en los que nos reuníamos con nuestros amigos en bares y plazas; aquellos instantes de besos y abrazos, ¿volverán? Seguramente, pero ahora mismo sobreviven en modo nube. Nos estamos adaptando a la ciencia ficción como un secuestrado al síndrome de Estocolmo.
Calles vacías. Ciudades desangeladas. Pocas puertas abiertas huelen a desinfectante, como si nos hubiese invadido un alienígena cubriendo la tierra de cloroformo tras una mascarilla.
El futuro nos depara una ‘nueva realidad’. Parecen viejos tiempos aquellos en los que nos reuníamos con nuestros amigos en bares y plazas; aquellos instantes de besos y abrazos, ¿volverán? Seguramente, pero ahora mismo sobreviven en modo nube. Nos estamos adaptando a la ciencia ficción como un secuestrado al síndrome de Estocolmo.
Calles vacías. Ciudades desangeladas. Pocas puertas abiertas huelen a desinfectante, como si nos hubiese invadido un alienígena cubriendo la tierra de cloroformo tras una mascarilla.