La Inmaculada de León, año LX

08 de Mayo de 2016
El 3 de junio de 1956 –dentro de unos días hará sesenta años– la por entonces bautizada como plaza de Calvo Sotelo –hoy, en el callejero municipal, con el título de La Inmaculada– era un hervidero de leoneses. Se habló de unas diez mil personas las que se encontraban allí congregadas. Era domingo y se inauguraba la escultura, el monumento erigido en honor de la Virgen y su dogma de pureza, imagen realizada por el artista astorgano Marino Amaya. Para tal efeméride se desplazaban hasta la capital leonesa el nuncio de Su Santidad –por entonces regía el Vaticano Pío XII–, además de los obispos de Santander y Cuenca, quienes, junto al de León, el celebrado Luis Almarcha, y acompañados por el gobernador civil de la provincia, Antonio Álvarez Rementería, presidirían el acto. En esa época, los vínculos entre el Estado y la Iglesia eran contundentes e indisolubles.

La razón por la que la ciudad de León –dicho sea de forma genérica– se comprometió con esta advocación de María, se sustenta en el mes de septiembre de 1953. En ese tiempo, el Sumo Pontífice resuelve que 1954 se considere Año Mariano. Era la primera vez en la historia de la Iglesia católica que ello sucedía. Y antes de que concluyera el año –en la primera quincena de diciembre- Almarcha, después de meditarlo, ve con buenos ojos que una estatua de la Inmaculada se convierta en referencia inexcusable de la ciudad. El catolicismo de los leoneses no admite dudas. Las iglesias se ven los días de precepto colmadas de fieles.

Sin embargo, el obispo Almarcha, un hombre inteligente y brillante, sabe que para conseguir el fin y, claro está, para sufragarlo, debe comprometer y hacer partícipe a todos los estamentos de la sociedad capitalina. Debe ser una comisión la que se encargue de trabajar y velar para que la estatua de la Inmaculada sea una realidad. No queda otro camino. Busca a personas con referencias intachables. En definitiva, gente popular y respetada en todos los ámbitos. Con estas premisas y exigencias, el prelado pone los ojos en Pedro Martín Escudero, Fernando Crespo Alfageme, Cándido Alonso y Maurilio Gallego, quienes contarían con el auxilio, casi anónimo aunque muy eficaz, del jesuita Argimiro Hidalgo. Los cinco, juntos y a compás, serían los auténticos artífices de una obra en mármol blanco, la Inmaculada de Amaya, que ya forma parte de la historia de León. ¿Y quiénes eran los cinco personajes rubricados por Luis Almarcha?

Pedro Martín Escudero, una persona tan reflexiva como espiritual, severa y adusta en el vivir e incansable trabajador, ejercía su profesión de farmacéutico con botica abierta en la calle Cervantes, en el mismo local y, prácticamente, con la misma decoración que puede observarse en la actualidad. Martín Escudero, persona afecta al régimen de Franco, tuvo, en 1937, sus más y sus menos con las autoridades por negarse a suministrar medicamentos a heridos de guerra. Su celo con el ejercicio de la actividad le costó, como sanción, cinco mil pesetas de la época. Una pequeña fortuna. En 1943 cedería los derechos de la farmacia a Rafael Zuloaga, casado con Pilar Martín-Granizo, quien llegaría, antes de la democracia, a concejala del Ayuntamiento de León. La farmacia pasaría, después, por las manos de Basilio Calderón, primero, y Ana Isabel Valentín, después, hasta acabar en sus actuales propietarios, Vizcaíno-Herrezuelo. La farmacia, como se deduce, ya ha superado los cien años de feliz existencia.

Otro de los ángulos fundamentales de la situación escultórica fue Fernando Crespo Alfageme, un hombre inquieto y emprendedor en su juventud, que, con los años y en unión de su esposa, fue labrando una fe en Dios inquebrantable. Un hombre, en definitiva, piadoso. Entre sus desvelos en favor de la ciudad, no faltó el de servirla como concejal entre los años 1943 y 1946. De él llegó a decir el alcalde de esa época, Justo Vega, que recordaba siempre a Crespo pensando en los demás «para ofrecerse a cualquier labor o servicio». La afirmación califica perfectamente a Crespo Alfageme. Industrial del sector harinero, ocupó siempre cargos de responsabilidad, pues a nadie se le escapaban sus bondades personales y su formación en este campo. Por si eso fuera poco, su generosidad para con los más desfavorecidos nunca se discutió; al contrario. Crespo Alfageme y su esposa –María Lourdes de Miguel– dieron pruebas sobradas de altruismo y nobleza en este sentido, donando siempre cantidades importantes.

El tercero de ‘la fama’ respondía por el nombre de Cándido Alonso, si bien para la mayoría era don Cándido, y para los más cercanos Candidín. Así se le conocía y reconocía en León. Cándido Alonso, desde muy joven, era un reputado comerciante de telas, leonés confeso y, al igual que Crespo, generoso y cercano. Lo más común que se decía de él por parte de cuantos le trataban, se resumía en una frase corta: qué gran persona es don Cándido. Fue, por sistema, su mejor retrato y tarjeta de presentación para toda la ciudad. Tenía el comercio en la calle Conde Luna, esquina con la de El Paso –a escasos metros de la afamada carnicería de Manuel Santos– en el inmueble que en 1915 diseñara el renombrado arquitecto Manuel de Cárdenas, natural de Madrid, que dejó su impronta diseñadora en diversos y clásicos edificios de la Gran Vía madrileña. Cándido Alonso, comprometido siempre con León, fue abad de las tres cofradías centenarias de la Semana Santa: Angustias y Soledad (1950-1952), Dulce Nombre de Jesús Nazareno (1938), y, por tenerla un cariño especial, de la ‘sanmartinera’ Minerva y Vera Cruz entre 1928 y 1929.

Maurilio Gallego, por su parte, era sacerdote y persona de la máxima confianza de Luis Almarcha, el obispo. Aparte de su permanente labor de apostolado –fue delegado diocesano de Obras Pastorales y Asistenciales-, el 19 de noviembre de 1956 –cuatro meses después de inaugurarse la imagen de la Inmaculada– era promovido a la categoría de capellán de primera clase de la Sección Religiosa del Cuerpo Facultativo de Prisiones. El BOE publicaba la Orden el 15 de diciembre siguiente y ello venía a reconocer, también, los méritos y aptitudes de Gallego. En este mismo plano se enmarcaba la figura del religioso de la Compañía de Jesús –los jesuitas– Argimiro Hidalgo, natural de la localidad zamorana de Pobladura del Valle, en el límite administrativo con la de León, localidad en vecindad con San Adrián del Valle. Confesor y predicador incansable, publicó, en 1943, un opúsculo titulado ‘Devocionario de las hijas de María’, librito que tuvo un más que destacado éxito. Muy conocido en la ciudad por su actividad catequística, regía, en unión de otros frailes, la iglesia de Palat del Rey, en el barrio de San Martín, ya que la residencia de la orden se encontraba enfrente de la puerta del templo, en la propia calle Conde Luna. Él fue quien bendijo, acompañado del resto de los comisionados, el escultor Amaya y Ramón Cañas de Río, arquitecto y presidente de la Diputación, la colocación de la primera piedra del monumento. No asistió nadie más a la ceremonia. Les dejaron solos.

Para ser justos, todos ellos, con el auxilio de Almarcha y las aportaciones de cientos de leoneses, hicieron posible la erección de la famosa estatua sobre la columna de quince metros que diseñara, con gran acierto y visión, el señalado Ramón Cañas del Río Al margen de una historia más pormenorizada sobre los pasos que debieron darse para concluir el proyecto, lo cierto es que los desvelos de todos ellos, al unísono, hicieron posible la bella imagen de Marino Amaya, y la consideración cabal y pública por una dedicación filantrópica y bien hecha. Y por su innegable altruismo.