Imre Kertész o sobrevivir en el infierno

José Luis Gavilanes Laso
22 de Abril de 2016
Para su desgracia –como también para su gloria literaria– el judío magiar Imre Kertész no entró en la nómina de más de 5.000 almas de la comunidad judía de Budapest que en 1945 fueron salvadas de la deportación nazi gracias a un reducido grupo de diplomáticos de los países neutrales o no beligerantes, entre los que se encontraba el español Ángel Sanz-Briz, el ‘ángel de Budapest’.

El pasado 31 de marzo falleció a los 86 años de edad en Budapest donde había nacido Imre Kertész, que fue Premio Nobel de Literatura 2002 «por una obra que conserva la frágil experiencia del individuo frente a la bárbara arbitrariedad de la historia». Su trascendental periplo vital comienza con tan solo 15 años cumplidos cuando fue deportado al campo de exterminio de Auschwitz y después al de Buchenwald. Experiencia juvenil de la hiriente realidad de estos campos que es descrita por Kertész, desde una distancia irónica, en su primera y gran novela Sin destino (1975), llevada al cine en versión española bajo el título de Campos de esperanza (2005).

Para Kertész el Holocausto no es un asunto interno entre judíos y alemanes. Es algo más profundo. A su juicio, el Holocausto significa el punto final de una crisis moral y espiritual de Occidente, el piélago donde se hundieron lo valores que habían sustentado la civilización occidental durante siglos. El Holocausto le hizo a Kertész retrotraerse a la subjetividad de su yo superviviente y considerar la Historia como el monstruoso Moloch de la objetividad. Podemos pensar que si el terremoto de Lisboa acaecido el 1 de noviembre de 1755 –con los templos llenos de fieles por ser el día de Todos los Santos– sembró la desconfianza en la providencia divina por permitir tan atroz castigo sobre víctimas inocentes, Auschwitz, como prototipo de los campos de exterminio nazis, ha trucado la esperanza en el hombre, que como sucedáneo de la desconfianza en Dios –tras el refrendo de la célebre sentencia de Nietzsche y el metafísico giro copernicano de Feuerbach–, vino a ocupar los aposentos divinos. Como advierte el propio Kertész, «nuestra mitología moderna empieza con un gigantesco punto negativo: Dios creó el mundo y el ser humano creó Auschwitz». Kertész decía que faltaba mucho para que se tomase conciencia de que Auschwitz no era en absoluto el asunto privado de los judíos esparcidos por el mundo, sino el acontecimiento traumático de la civilización occidental que algún día se considerará el inicio de una nueva era. En este sentido, no extraña la lamentación de Kertész de haber conocido demasiado tarde a Kafka, a quien considera de una «grandeza inconmensurable» por ser el mejor conocedor del alma de nuestra época al haber sido la mente más lúcida en percibir ese derrumbe de valores.

A menudo se ha simplificado entre «buenos» y «malos» el fenómeno concentracionario nazi. De ahí no extraña que Kertész calificase la película de Spielberg La lista de Schindler de ‘kitsch’, esto es, de fiasco por una descripción fácil que no implica las amplias consecuencias éticas del Holocausto y ser copia pretenciosa y falsificada de la realidad de lo que verdaderamente fueron los campos de concentración nazis. En cambio, consideraba la película de Roberto Benigni La vida es bella, un modo de contemplar el Holocausto de otra manera, por ser la forma de tragicomedia una representación más acorde con la auténtica realidad y mejor expresión de todo el absurdo de ese mundo horrible, sin caer en la grandilocuencia del detalle, de obsesiones torturadoras y sentimentales.

Kertész se consideraba un hombre de convicciones conservadoras, pero políticamente se inclinaba del lado liberal, apostando por la democracia, pero sin creer en la igualdad de los seres humanos. Se resistía a aceptar el principio de la mayoría –el hombre como rebaño, el hombre como manada–, porque le repugnaban las masas, la manera en que se las suele dirigir, tener a raya, distraer y divertir. Veía que los conceptos políticos han perdido su contenido de igual manera en que hoy en día las ideologías se han vaciado del todo. En esta época todo el mundo busca la identidad, demostrando así la inseguridad de los seres humanos, pero también la coacción exterior, deseosa de meter a los hombres en cualquier tipo de jaula, aunque sea al menos una llena de adornos, de la cual sólo los deja salir, como a los gallos adiestrados para la pelea, para que midan sus fuerzas en la arena. Después que el siglo XX se definiera durante un tiempo como la oposición entre comunismo y capitalismo y también, en términos más generales, entre el totalitarismo y democracia –el ‘malo’ y el ‘bueno’–, ahora se vuelve a descubrir el nacionalismo como verdadera fuerza motriz de nuestra época. El nacionalismo no es hoy en día, según Kertész, más que una de las múltiples caras de la destrucción, un rostro tan repelente como los diversos fundamentalismos o como los diferentes intentos de salvar el mundo. ¿Patria, hogar, país? Es posible, afirma Kertész, que los seres humanos se den cuenta algún día de que todos estos valores son abstractos y que para vivir sólo necesitamos, en realidad, un lugar habitable. O como dijo Fray Luis de León, en su retiro celoso por libres campos respira limpio y sin pleitos airoso hasta el final de sus días ni envidiado ni envidioso.

Para Kertész todo se desenmascaró en el siglo XX mostrando su verdadero rostro. El soldado se convirtió en asesino profesional; la política, en crimen; el capital, en una fábrica equipada con hornos crematorios y destinada a eliminar seres humanos; la ley, en reglas de juego de un juego sucio; la libertad universal, en cárcel de los pueblos; el antisemitismo, en Auschwitz; el sentimiento nacional, en genocidio. Desapareció el asombro ante la existencia del mundo y con él, de hecho, el respeto, la devoción, la alegría, el amor por la vida. Tal vez no sea como dice Adorno que después de Auschwitz ya no pueden escribirse versos, pero sí es un hecho, a juicio de Kertész, que después de Auschwitz la felicidad resulta a todas luces imposible

Seguro que Imre Kertész, en el caso de que estuviese vivo, no habría estado de acuerdo con esta coda mía de «sobrevivir en el infierno», porque el infierno no existe y los campos de exterminio sí fueron una realidad que él sufrió en sus carnes. Lo inhumano, como castigo o degradación de lo humano, no sólo es producto de las catástrofes naturales sino que hace al hombre responsable instigador de los sucesivos regímenes de esclavitud, deportaciones (que ahora llaman ‘devoluciones’), campos de exterminio, de trabajos forzados o de refugiados: Argelès-Sur-Mer, Auschwitz, Gulags, Sabra y Chatila, Srebrenica, Idomeni, Lesbos, Quíos.... ‘homo homini lupus’. ¿Cómo la naturaleza humana se puede revolver contra la vida humana?, vino preguntándose Kertész a lo largo de su vida. El siglo XXI confirma que a las naciones les ocurre como a las personas: todos somos ‘buenos’, ‘altruistas’, ‘generosos’... hasta que las circunstancias nos ponen a pruebapara desmentirlo. Con la imagen del niño sirio Aylan yaciendo muerto sobre la turística playa turca, millones de lágrimas solidarias cayeron sobre la arena. Pero, al día siguiente, las playas están para lo que están. Borrón y cuenta nueva y si te he visto no me acuerdo. Y las armas un ejercicio que no cesa para que los hombres se maten con derramamiento de mucha sangre, mucha destrucción, muchos refugiados y muchos beneficios a los países que las venden. Para nuestra desgracia como humanos, cada vez más el ‘ser’, la ‘paz’ y el ‘convivir’ están en manos del imperio egoísta de quienes tienen la facultad de ‘tener’, ‘poder’ y ‘dominar’.