Hoy mejor no me lea

27 de Diciembre de 2017
Igual le agrio, amargar no quisiera, el día de mañana, el de los inocentes. Pero es que, sin entrar en la certeza histórica o no de la matanza de los niños menores de dos años ordenada por el rey Herodes allá cuando fuese, y a pesar de la simplista conmemoración, reducida a bromas e inocentadas, que por estos lares y antiguo imperio se hace de la misma, qué tal si hoy –ya festejados y cumplidos los ritos de temporal envaine de lenguas y metafóricos, pero hirientes, cuchillos y de exaltación de los afectos puntuales o perecederos– hablamos un poco de la inocencia y la infamia.

La una, derivada de su más propagada concepción es entendida mayormente como ingenuidad o falta de malicia, sobrevenida, y no, como acaso hubiese sido más laica y civilmente conveniente, como voluntaria y consciente rectitud de espíritu y actuación, es decir, como bondad; virtud esta que, obviando el preciso ejercicio previo de la reflexión y voluntad para su fomento y práctica, frecuentemente es tenida como algo parecido a cierto grado de idiocia y, quizá, de ahí la continua necesidad de aclarar la diferencia entre ser bueno (dicho de una persona: Simple, bonachona o chocante, que fija el DLE) y tonto. Pero claro, acaso de haberse cumplido esa civil y laica enseñanza se habrían instruido personas, ciudadanos críticos y no siervos o súbditos civiles y creyentes religiosos tan pendulares entre el valle de lágrimas o resignación y el angustioso anhelo del paraíso material; que el terrenal, de momento y aunque deteriorándose de día en noche, sobrevive. Y ahí, como entre dos morales, pasan los discursos, los hechos y los días, mirando cada cual hacia otro lado a propia conveniencia. ¡Cuánto daño nos ha hecho el ponderado patrimonio nacional de la picaresca! Por eso mañana memoraremos la inocencia y no la infamia del hecho causante.

Fomentar que así se haga tiene su razón. Recordar la infamia, la maldad o vileza en cualquier conducta o comportamiento, puede llevarnos a detectar otras muchas, ¡tantas!, públicas y privadas, cercanas y lejanas, ajenas o propias y, claro, mejor que perseveremos en el estado adormecido, acrítico y nos dejemos llevar del consabido «esto es lo que hay» y convoquemos íntimamente el «sálvese quien pueda». Esa silenciosa complicidad de la que, faltaría más, ¿somos inocentes?

Discúlpeme, pero no gozo de magia real. O vivo en otro mundo o miro el presente con otros ojos, más irritados por el presente y futuro que entrevén que por orgullos pasados. Mire que se lo dije, eh.