04 de Enero de 2015
Comentaba yo el otro día en la presentación de ‘Manuscrito del alba’, el último libro de poesía de José Antonio Llamas, que la imagen que mejor nos define a los escritores es la del extranjero de la novela de Albert Camus, o sea, la imagen de quien se siente fuera de la realidad, extranjero de sí mismo, como rezaba el título de la película de Rioyo y López Linares sobre los veteranos de guerras que no eran las suyas (los extranjeros que combatieron en uno y en otro bando en la guerra civil española y los españoles que hicieron lo propio fuera de nuestro territorio en la Segunda Guerra Mundial), más que de ninguna patria concreta.

A la imagen del extranjero se une, no obstante, en algunos casos, como el de José Antonio Llamas o el mío propio (a pesar de nuestra diferencia de edad, a ambos nos unen muchas vivencias), la del Ulises de Homero en cuanto que compartimos con el viejo héroe el deseo de regresar a la etérea patria perdida, con lo que nuestra contradicción nos convierte, además de en extranjeros, en fantasmas. Porque, aunque la vieja patria siga estando donde estuvo siempre y nuestros compatriotas nos reconozcan cuando volvemos a ella, nos pasa lo que a Ulises y lo que al extranjero de la novela de Albert Camus: que los que no nos reconocemos del todo en aquélla somos nosotros, lo que nos hace sentirnos más extranjeros aún. Y es que ya lo dijo el viajero al que yo le presté mi pluma para contar su viaje por el río Curueño y que equivocadamente algunos creyeron que era yo mismo: en el país de la infancia todos somos extranjeros. La Navidad que termina nos ha devuelto a muchas personas a nuestra Ítaca y, como cada Navidad, la sensación que el regreso nos ha producido es igual de ambigua. Tan ambigua y agridulce como la que José Antonio Llamas sentía al volver al pueblo del Seminario donde estudiaba cuando era joven y veía que el musgo de su memoria cada vez se difuminaba más bajo el peso de la niebla que ya empezaba a borrar su pequeña patria, que eran sus padres.