Parece ser que otro de esos botellones que se organizan periódicamente en los campus leoneses ha terminado con varios contagios, aunque, como suele ocurrir en esta ciudad y en este país, nada se hizo por impedirlo. En España los botellones vienen a ser como las paellas, forman parte de la idiosincrasia y el acervo cultural-festivo de la nación, y se consideran una diversión gremial e irrenunciable. Este verano, en un pueblo de la montaña, leí un bando municipal que los prohibía y eso nos da una idea de su implantación: se consumen litronas en los confines más remotos. En esta práctica bárbara, socialmente aceptada por las autoridades y los padres de familia –incluso a sabiendas de que la protagonizan menores–, se halla una de las debilidades y majaderías más asombrosas del siglo XXI: la incapacidad de los adultos de frustrar a un joven, plegándose a sus caprichos como si fueran deseos sagrados.
Esto, para decirlo claramente, es algo que siempre ha sucedido, pero durante cientos o miles de años solo afectaba a un puñado de mocosos (normalmente hijos de nobles y pudientes que acababan convirtiéndose en psicópatas), pero no fue hasta finales del siglo pasado que pasó a ser algo común: al menos en Occidente, y no digamos en España, el número de chavales consentidos se ha vuelto enorme y creciente. ¿Y qué cabe esperar de un adolescente al que se le permite dar rienda suelta a sus instintos, sin ningún tipo de cortapisas? Pues que acaba bebiendo a morro en medio de una pandemia, mientras comparte palmadas con sus colegas ebrios y exaltados.
¿Entienden esto los padres? ¿Lo asimilan? ¿Son capaces de visualizar a su retoño mientras suelta un «vaya pedo, tronco, qué tal si nos metemos un tirito», más allá de que lo vean llegar con la mirada vidriosa y un montón de virus en las babas? No sé; visto lo visto, cuesta creerlo.
A la espera de que nos vuelvan a confinar a la carrera, salgan cenizas de las residencias y enloquezcan los sanitarios, tendremos que soportar estos dislates como si no hubiese más remedio. Como tenemos a la vuelta de la esquina las Navidades, propongo que este año los famosos santaclaus que trepan por las ventanas vayan también con mascarilla, porque entre los cuñados, las zambombas y los cotillones, aquí no se libra de una tercera ola ni el último paje de los Reyes Magos.
Esto, para decirlo claramente, es algo que siempre ha sucedido, pero durante cientos o miles de años solo afectaba a un puñado de mocosos (normalmente hijos de nobles y pudientes que acababan convirtiéndose en psicópatas), pero no fue hasta finales del siglo pasado que pasó a ser algo común: al menos en Occidente, y no digamos en España, el número de chavales consentidos se ha vuelto enorme y creciente. ¿Y qué cabe esperar de un adolescente al que se le permite dar rienda suelta a sus instintos, sin ningún tipo de cortapisas? Pues que acaba bebiendo a morro en medio de una pandemia, mientras comparte palmadas con sus colegas ebrios y exaltados.
¿Entienden esto los padres? ¿Lo asimilan? ¿Son capaces de visualizar a su retoño mientras suelta un «vaya pedo, tronco, qué tal si nos metemos un tirito», más allá de que lo vean llegar con la mirada vidriosa y un montón de virus en las babas? No sé; visto lo visto, cuesta creerlo.
A la espera de que nos vuelvan a confinar a la carrera, salgan cenizas de las residencias y enloquezcan los sanitarios, tendremos que soportar estos dislates como si no hubiese más remedio. Como tenemos a la vuelta de la esquina las Navidades, propongo que este año los famosos santaclaus que trepan por las ventanas vayan también con mascarilla, porque entre los cuñados, las zambombas y los cotillones, aquí no se libra de una tercera ola ni el último paje de los Reyes Magos.