A quinta galega

28 de Julio de 2020
La identidad no es algo que apellide un carnet, aunque enarbolarla tenga ángeles y demonios a partes desiguales cada vez que saca la cabeza por la ventana. El Bierzo la subraya desde una bandera que cumple dos décadas y que se deja a los vientos exclusivos de la capital este. Desde allí se ve desubicada, extraña cuando pasa el Manzanal. Ahora que León y Castilla comienzan a definirse separados desde la unidad, la comarca berciana echa mano de galones y se mira al espejo. Es la única entidad comarcal reconocida en una Castilla y León que ha ido sumando piezas de su puzle a puñetazos. Entre ellas, la esquinera, un Bierzo al noroeste que comparte velutinas, avispillas, patrimonio e idioma con Galicia. Los insectos borran fronteras con una facilidad para la que los humanos necesitarían alas. Volar para ellos es desmarcar terreno y ver más allá de una orden en el GPS que sigue leyes indiscutibles, aunque quede por dentro un algo que tiembla cuando escucha «a quinta galega». El Bierzo repite su mantra escondido y se vuelve a acercar a territorio gallego. Con él late desde la sangre del Sil, o en las copas entrelazadas de sus castaños, en sus irmandiños que vuelven al castillo de Ponferrada cada año y al de Balboa en el recuerdo, en su empanada, en su Conde de Lemos mirando sus posesiones desde Cornatel. Pero la «quinta» se ha quedado en erial de nadie, destapada en noches de invierno, y busca encaje, después de darle la vuelta a los bolsillos y enseñarlos con la cabeza gacha en un intento de volver a casa. Somos carbón mellado tatuado en el pasado, futuro vinatero en la solapa, esperanza y unidad, pero no sabemos dónde colocarnos. Demasiado tiempo remando en una balsa, parece que toca pensar ahora, desde la tristeza de la reconstrucción no pedida y desde la ilusión del volver inexplorado, en qué puerto están los brazos abiertos que sin reproches nos den la bienvenida.