Sonrisas y llantos en la historia de mi ciudad

César Pastor Diez
25/03/2017
 Actualizado a 08/09/2019
Cuando hace tres meses el Ayuntamiento de Tarragona hizo público mi nombramiento como hijo adoptivo de la ciudad, la noticia repercutió en ‘La Nueva Crónica’ de León, y aquella repercusión fue como un bandazo que sacudió mi cuerpo viejo y mi alma joven.

Desde entonces mi vida ha dado un vuelco tremendo y me siento como si me hubiesen quitado veinte años de encima. Conozco el ‘Fausto’ de Goethe pero no he vendido mi alma a Mefistófeles ni a nadie; sin embargo me veo rejuvenecido y de pronto en mi pensamiento han comenzado a fluir con mayor fuerza muchos recuerdos de León, no sólo de la ciudad, sino también de la provincia y del Reino de León, que es como me gusta llamarlo, como se llama el estadio municipal de la Cultural Leonesa, porque, la verdad, eso de comunidad autónoma de Castilla y León, a mí, y supongo que a muchos leoneses, nos da pataditas en el bajo vientre. ¿Por qué? No es por añoranza de monarquías, sino porque con la nueva denominación a León le han escamoteado instituciones, riqueza, población, servicios y peso específico en el conjunto de la región, y eso se hace patente cada vez que le cierran una mina de carbón o una fábrica de lo que sea, con el consiguiente drama humano para los trabajadores y para sus familias. Últimamente leo en ‘La Nueva Crónica’ que cada día marchan jóvenes de León para buscar trabajo en otros países.

Todos los pueblos y naciones crecen con alegría y con lágrimas. Toda la historia de España es una retahíla inacabable de grandezas y miserias, exaltaciones y hundimientos, victorias y derrotas, prosperidad y decadencia. León, situada entre el Páramo y el macizo Galaico, también cuenta en sus anales con los altibajos de esa fatídica montaña rusa: empezó con la Legio septima gemina en tiempos de Augusto y cayó ante los visigodos; la arrasó Almanzor y resurgió con Alfonso I al casarse éste con Doña Urraca. En la Edad Media sufre nuevas embestidas de los musulmanes y de la peste mortífera. Y así sigue nuestra ciudad con siglos de leticia y siglos de dolor, hasta llegar a la hora presente en que, tras cien años de esplendor, como jamás lo hubo en su historia, parece avistar el ominoso fantasma del declive y la duda sobre la suerte de su futuro. Mucho habrán de esforzarse sus hombres y sus prohombres, sus políticos, sus dirigentes y sus mentores para que León salga airosa de esta nueva prueba a que parece enfrentarse, arrimando todos el hombro en la causa común de sostener a la ciudad y aplazando particularismos y controversias para ocasión más propicia.

Entretanto seguiré deshilvanando la madeja de mis recuerdos de León y de su reino. Marché de mi ciudad natal el año 1940 y no volví hasta 31 años después, es decir, en 1971, que era Año Santo Compostelano; nos dirigíamos a Santiago para ganar el Jubileo y nos detuvimos unos días en León. Viajaba en mi coche con mi mujer y mis dos hijos. Y unos dos o tres kilómetros antes de llegar a León me sentí mal, apenas podía respirar, notaba dolor en el pecho, se me nublaban los ojos, me temblaban las piernas y temiendo que me pasara algo, metí el coche en la cuneta, paré el motor y entre convulsiones estallé en sollozos apoyando la cabeza en el volante del coche. Mi mujer se asustó, le dije que tal vez estaba a punto de sufrir un infarto. Pero no era un infarto. Poco a poco me fui recuperando y comprendí que había sido la fuerte emoción de llegar a León al cabo de tantos años. Como en una película a marcha rápida pasaron por mi cerebro todos los avatares de mi vida desde antes, durante y después de la guerra. Ya al anochecer pudimos emprender la marcha, pero al llegar al garaje del hotel todavía seguía sollozando.

A partir de la mañana siguiente y el resto de la semana fuimos huéspedes de la tía Micaela; la prima Angelita, que estaba de vacaciones, nos sirvió de guía y con ella estuvimos en la Candamia, en la Virgen del Camino, el Convento de San Marcos, los palacios de los Condes de Luna y el de los Guzmanes. También estuvimos en la porticada Plaza Mayor, la evocadora Plaza de Santa Ana y sorbiendo un helado de fresa en los Jardines de Papalaguinda. Tomamos un aperitivo en Ordoño II y nos fuimos a comer con la tía Micaela, que ya nos esperaba con la mesa puesta. En la encrucijada donde confluyen la Plaza de Santo Domingo con la avenida Independencia y Ordoño II, me detuve un momento recordando que allí, en aquel cruce, en mis tiempos infantiles me había embobado más de una vez contemplando al guardia municipal que con su uniforme blanco, su casco y su silbato regulaba la circulación rodada. ¿Y qué regulaba? Nada, algún taxi, el autobús urbano que pasaba de ciento en viento y sobre todo carros agrícolas y carretones manuales de reparto. Ni siquiera llegué a ver por allí el troncomóvil de los Picapiedra. En el año 1971 en todos los puntos cruciales de León la circulación rodada ya estaba perfectamente regulada por semáforos.

Al día siguiente, también acompañados por Angelita, fuimos a visitar la Cueva de Valporquero, pasando por las impresionantes Hoces de Vegacervera hasta llegar a Felmín, de donde arranca el espectacular puerto de montaña que termina en el pueblo mismo de Valporquero. Su famosa Cueva, abierta al público hace poco más de cincuenta años, es un mundo irreal, onírico y sólo en sueños sería posible imaginar un lugar semejante. Todo es allí sorprendente y fantasmagórico. Al entrar es preciso utilizar los ojos al cien por cien, pero también aguzar el oído para pescar algún detalle de lo que explica el guía. Yo me declaro incapaz de describir con el mísero recurso del idioma aquel lugar que escapa a todo intento de narración literaria. En este caso la visión capta mucho más que la palabra.

Y por un momento me acordé de Unamuno, quien decía que la palabra era el culmen de la sabiduría; que toda la Filosofía se halla contenida en el lenguaje y que la Filosofía del futuro será un lenguaje del lenguaje, es decir, un metalenguaje. Desde luego, la Cueva de Valporquero no le da la razón al insigne Rector de Salamanca, porque allí dentro el lenguaje sirve para muy poco. Recuerdo, eso sí, la enorme rotonda que se encuentra a la entrada de la cueva y también recuerdo el conjunto de formaciones calcáreas multicolores denominado ‘Pequeñas maravillas’. Sí, efectivamente, son una maravilla. No había techumbres llanas, sino por doquier una especie de cañaverales y ramajes abstractos, colgados boca abajo y que iluminados desde distintos focos de luces y colores, aparecían como manchados de ámbar, de oro, de esmeralda y de sangre. Caminábamos y nos perdíamos en el laberinto de salas y corredores empujados por la gente. Había una sala descomunal a la que llamaban la catedral. Al terminar la visita y salir al exterior, era preciso cerrar unos segundos los ojos para vencer el contraste brutal de la luz. El cielo era zarco y las nubecillas, blancas como manojos de algodón que, movidos por la suave brisa, adquirían distintas formas cambiantes; lo que al principio parecía un dragón con la boca abierta, al cabo de un instante era una cabeza de mujer con sus guedejas despeinadas y cambiando de perfil. Y lo mismo que pensé en el interior de la cueva lo pensaba ahora al ver el cielo y las nubes: no hay artista humano capaz de igualar a la Naturaleza. Al cabo de unos años volví a visitar de nuevo la Cueva de Valporquero. Pero eso es ya otra historia.
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