Los ultramarinos

Bruno Marcos nos descubre la autodenominada "sociedad secreta de traperos del tiempo"

Bruno Marcos
02/03/2017
 Actualizado a 17/09/2019
Una de las reuniones que mantienen ‘los ultramarinos’, que se denominan «una sociedad secreta de traperos del tiempo». | L.N.C.
Una de las reuniones que mantienen ‘los ultramarinos’, que se denominan «una sociedad secreta de traperos del tiempo». | L.N.C.
La última especie de literatos que en León se ha dado son unos que se llaman "los ultramarinos" y andan siempre medio escondidos. Se reúnen en el rastro con el alba y expurgan todas las partidas de libros de las bibliotecas de difuntos que llegan a los puestos. El caso es que han montado una editora y se denominan una "sociedad secreta de traperos del tiempo" y han comenzado a sacar literatura impresa sobre la pulpa del papel reciclado de obras del pasado que imbuyen a las suyas del aura de aquellas. Las vienen presentado de forma matinal e intempestiva en una chamarilería del borde de la ciudad vieja, justo en las lindes del Barrio Húmedo con el de Santa Ana.

Se trata de un sitio caliente al amor de la calefacción ajena cuyos tubos pasan por los aires adensados del local sobre objetos semisalvados del olvido, enmarañados unos con otros. Cuadros más o menos hermosos o terribles. Espejos preciosos donde se vieron los muertos de hoy. Portadas de discos de vinilo con musas de los años ochenta llenas de un nostálgico sex-appeal pretérito. Libros que habían pertenecido a la biblioteca particular del dueño del establecimiento y que, aunque están allí a la venta, no te quiere vender. Reclinatorios. Candelabros mancos. Lámparas de araña quebradas de una sola bombilla encendida. Mesas y mesillas. Una codorniz disecada. Un esqueleto de tamaño natural sentado en un diván que sólo asistió a la primera velada. Y ello y todo, milagrosamente en un sitio así, sin una mota de polvo. Está esa sala, barcaza de librovejero, anticuario, discovejero y ropavejero con buena indumentaria de su propio género y de peluquero barbárico, anclada ahí como sosteniendo el paso del tiempo en su misma putrefacción a un punto de volatilizarse.

Así describe el escritor Tomás Sánchez Santiago la visita al antro de "los ultramarinos":

"Como quien renuncia a ordenar un sueño, has entrado en el estrépito melancólico del mundo abandonado; y todo te sale al paso sin saberlo: espejos turbios, muñones de cornucopia falsa, lámparas de pie de garra, licores de colores angustiados, el menaje sonámbulo de una cocina muerta… ¿quién lo gobierna todo, quién se salió del mundo para atrapar esta república de excusas, un mustio jardín en el que la materia vuelve a ser apacible porque ya no sirve, vuelve a restablecerse en el vigor abrasado de lo nunca más sabido por el uso? Atravesaste hasta el fondo –hasta dejarte morder por el resplandor de lo barato– la espina vertical de este palacio donde tranquiliza la desolación. Allá, empotrado en la sombra, un coronel levanta acta –entre traspiés– de todos los postres sobrantes del mundo, reunidos aquí, en este apretón de objetos disecados que dan razón de lo que un día fue envidia doméstica y ahora respira así, entre las áridas lágrimas que provoca un tango de alas muertas bajo el maquillaje estupefacto del polvo".

Todas esas cosas, salvadas por un suspiro de acabar en el cubo de la basura de enfrente, cuando se hacen las presentaciones de "los ultramarinos", de pronto, dejan de ser materia de olvido y se reorganizaban por unos minutos para expeler lo mejor de ellas, su poquito de brillo de cuando no eran una antigualla.

Es un sitio muerto que está vivo hasta tal punto que la fantasía hace pensar que el buen ermitaño que abre la tienda viva allí para no contagiarse del paso del tiempo y, por las noches, se haga su cama entre sus muebles de polilla y se extienda un jergón y encienda una lamparita y se ponga a leer ‘Jarrapellejos’ a la luz de una bombilla de esas que duran cien años.

Algunos de "los ultramarinos" se sabe quién son y otros no. Casi todos tienen varios nombres falsos en los que se desdoblan sus personalidades: Larsen, Vokislav, Gromov, malabia, malauva, Mortisaga, Tinofc, El Amanuense, El polaco, Bombita, El cuervo, Ocramalliv, etc… Son escritores y lectores y traperos, rastreros y personajes de sus propias obras y todas las cosas que rescatan se van derechas otra vez al olvido. Ellos no dicen nada pero ya los sacan en los periódicos y su leyenda crece y los comparan con los espadaños y los claraboyos aunque ellos rehuyen de los focos. Han sacado hojas volanderas, novelas por entregas, la única colección infantil de Europa escrita por un niño, una antología de poetas ‘Raros de tiempo’, otra sicalíptica, ‘Eros Senex’, una de cuentos de solitarios, ‘Los esquinados’, otra erótica, ‘Seis o siete cuentos libidinosos’ y hasta una revista crítica que, irónicamente llamada La Galerna, se desata sobre el mar parado de la literatura de hace más de medio siglo. Y, también, una insólita novela sobre el paso del tiempo dieron al papel viejo, picaresca y postmoderna, en la que unos extraños personajes viven en la actualidad de una forma miserable entregados a rescatar libros utilizando los tejados de la ciudad nuestra para perseguir sus anhelos. La ya mítica ‘Dakovika’. Retrato bueno del espíritu de ellos.
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