Genarín en el callejón del gato

Bruno Marcos analiza el entierro de Genarín que este Jueves Santo volverá a recorrer las calles de León

Bruno Marcos
13/04/2017
 Actualizado a 18/09/2019
El entierro de Genarín congrega cada año a miles de personas. | DANIEL MARTÍN
El entierro de Genarín congrega cada año a miles de personas. | DANIEL MARTÍN
La última vez que fui al entierro de Genarín nos sentamos en el Cafetín a esperar oír el runrún de los oficiantes. Salimos a la puerta y allí estaban, dos con capa a la española y otros desastrados, con unos harapos negros y la cabeza tapada con una casulla de cofrade semanasantero por cuyos agujeros asomaban ojos vitrificados de aguardiente a la dramática luz de las antorchas que portaban. La novedad de aquel año estaba en unos cuantos muchachos con cámaras y micrófonos e incluso la claqueta cinematográfica. Uno de ellos, pertrechado como camarógrafo a poco estuvo de despeñarse desde la ventana del segundo piso del Cafetín a la que se había encaramado para conseguir planos plenamente angulosos y picados para que el esperpento, grotesco de por sí, quedase aun más desproporcionado.

El hermano mayor de la extravagante cofradía inició el responso que es siempre un poema gritado en rigurosa rima consonante y, a las cuatro palabras, paró y empezó de nuevo porque los del vídeo no lo habían pillado. En eso sonó la claqueta a lo cual un hombre sesentón y un tanto congestionado de carrillos rojos y aliento etílico voceó a mi lado: «¡Menos cine y más Genarín!». Me volví hacia él y le dije: «Eso, eso…». No me contestó y siguió pasando de la congestión a la cólera: «¡Menos cine –repitió– y más Genarín!». A lo que añadí yo: «Además de verdad». Y, como alentado por mi apoyo, cuando el hermano mayor pasó a nuestro lado contando los treinta pasos de la estrechísima calle de la Sal en la que vivía el último evangelista del genarismo, el poeta y mecánico dentista que conoció y entrevistó a Lorca en León, Pérez Herrero, se arrimó a él y le gritó a la oreja: «¡Menos cine y más Genarín!». En ese momento el tipo aquel me empezó a dar miedo y me disolví. Desistimos de ir hasta la muralla a ver como el hermano escalador trepaba por ella para subir los reglamentarios orujo, naranjas, queso y corona de flores.

Seguro que antes, cuando la religiosidad exacerbada condicionaba todo lo natural, congregarse unos cuantos tipos literatos a cenar, beber, leer unos poemas y desfilar en una procesión esperpéntica, dedicada a un borrachín de principios de siglo al que atropelló el primer camión de la basura que hubo en la ciudad mientras se aliviaba junto a la muralla, tendría su encanto de liberación y rebeldía, pero, hoy, no pasa de ser un avatar más con vocación de atracción turística y cuyo destino es ya el más puro y simple de los botellones, nada dionisíaco, crítico o literato.

Sin embargo la cofradía de Genarín era en origen una cosa literaria, como casi todo en León, cosa de poetas, un esperpento valleinclanesco llevado a la realidad la noche de jueves santo que lleva reproduciéndose más o menos clandestinamente ya varias décadas.

La historia de Genaro, un pellejero borrachín y putañero de principios del siglo XX que se granjeó la amistad de poetas y prostitutas hasta que murió empotrado contra la muralla por el primer camión de la basura habido en la urbe mientras orinaba, la contó Julio Llamazares en libro ya mítico de 1981. Un insólito ensayo heredero de la novela picaresca. Libro que, según el autor, no llegó a las librerías en su primera edición porque los cinco mil ejemplares se agotaron en las casetas en los tres días de la feria del libro. Reconoce Julio que es su libro más raro. Lo compara a un hijo ilegítimo y asegura que por eso le tiene mucho cariño, y que en él ya están todos sus temas, la nostalgia, la ética del perdedor, el vagabundo, la sinrazón del destino y el humor.

Era yo un adolescente anhelante de bohemias cuando fui por primera vez al Genarín. Al internarse la procesión de los borrachos en las callejas traseras de la catedral empezaron a volar botellas vacías que caían, al tuntún, entre cabezas espontáneamente indultadas por el azar. Al llegar a la muralla, flanqueado por sendas hileras de orinadores vislumbré a V., a quien me abracé como iluminado con exceso a partes iguales de alcohol y lecturas del Valle de Luces de Bohemia, exclamando: «Esto es el esperpento».

Efectivamente el entierro de Genarín es una comedia grotesca, quizá las más significativa de las que se puedan dar porque se hace de verdad y se conmueve a una ciudad entera, y como siempre, como en casi todo en la ciudad, detrás está la literatura. Yo no sé si sus inventores, aquellos poetas casi olvidados, o sus promotores de todos estos años leyeron a Valle Inclán o no, si eran o son conscientes de su técnica de hacer pasar a los personajes por los espejos deformantes del callejón del gato, pero lo cierto es que son los más extremistas seguidores de la últimas ideas de aquel genial autor y extravagante ciudadano. Pasar al pobre de Genaro por el espejo deformante que agiganta y pensar que todas las otras cosas que tenemos por tan grandes no sean sino genaradas.
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