Brigadas

Miguel Yuma
02/08/2015
 Actualizado a 18/02/2019
Alas cinco de la tarde de un tórrido domingo de julio, tres minúsculas chispitas durmientes, preparadas alevosamente con antelación, despertaron al unísono sobre el reseco lecho del monte con ese hambre irracional que devora todo lo que encuentra en su camino y no se sacia nunca.

Comenzó así la representación sublime y terrible de la tragedia más antigua, oscura e impune que la raza de los hombres haya escrito jamás: un desalmado malnacido había desatado el fuego y, como siempre, éste cabalgaba enfurecido por las agostadas laderas, por las umbrías vaguadas, sobre los aterrados castaños centenarios que veían llegar su fin bajo las llamas.

Un gigantesco dragón llameante se acercaba y cercaba a las poblaciones donde la gente corría despavorida de un lado a otro, envuelta en un aire enrarecido, queriendo hacer sin saber cómo. Algunos lloraban, otros intentaban defender sus casas remojando como podían el césped y las veras, alguno más gritaba quejándose ante el mundo de la desidia, o del abandono, o de la impotencia.

Una hora más tarde, el crepitar de las llamas que se acercan peligrosamente ahoga los demás ruidos y el humo agria todas las lágrimas. Comienzan a llegar vehículos de todo tipo; mirones de todo tipo se mezclan con los desesperados habitantes del pueblo y con las autoridades que intentan controlar la situación. Todo es confusión y desvarío salvo una hilera de hombres que suben casi corriendo por una vereda: La Brigada Antiincendios Forestales.

Visten ropas amarillas, sucias, chamuscadas; parecen una horda de desarrapados pero no gritan y se mueven ordenadamente dentro del desconcierto. Van cubiertos con un casco también amarillo, gafas rojas y el rostro embozado; unos llevan a la espalda una exigua mochila extintor con 20 litros de agua, otros portan una paleta flexible de mango largo y con esas diminutas armas pretenden presentar batalla.

Buscan al monstruo. Buscan el punto flaco del fuego. Y así, en un área que ellos consideran razonablemente segura, comienzan a combatir al fuego con fuego. Encienden la hierba más corta y dejan que las domesticadas llamas se enfrenten a las salvajes que ya bajan por la falda de la loma. Con sus pequeños extintores y sus palas de goma apagan las llamas que aún no han crecido y de esta manera roban espacio y alimento al voraz incendio. Algún vecino desesperado y nervioso que ve cómo sus castaños, cómo sus pinos, cómo la herencia de sus ancestros desaparece, los abronca; por el contrario, algún otro llega a ayudar en la extinción en bermudas y con una sulfatadora y es rechazado a gritos por los tiznados profesionales que se están jugando el tipo para minimizar los daños.

A las siete de la tarde en algún lugar del frente de fuego, las llamas suben por encima de las copas de lo árboles más altos. Los hombres vestidos de amarillo se repliegan y esperan pacientemente tensos, saben que en ese flanco, al menos, tienen ganada la batalla. A lo lejos, se oyen las sirenas y el zumbido de los helicópteros: «Si te vienen encima clava una rodilla en el suelo; la tromba de agua puede aplastarte» se oye gritar a un bombero forestal. En otro lado dos hidroaviones atraviesan la humareda haciendo malabares a 30 metros de altura. En la plaza del pueblo comienzan a descargar sus pertrechos los soldados de la Unidad Militar de Emergencias. Llegan exhaustos después de muchos días sin poder pisar su base saltando de catástrofe en catástrofe.

Todos los elementos que se encuentran en el campo de batalla se conjuran para impedir que el maldito dragón que un desalmado malnacido desató a las cinco de la tarde, llegue a las casas y las engulla una por una. Todos, máquinas pesadas, aeronaves, personal, son útiles y se complementan, pero en este caso y en todos los que afectan al fuego en el monte, siempre llegan primero las Brigadas de Incendios Forestales o las mal llamadas Brigadas de Refuerzo de Incendios Forestales. ¿A quien refuerzan si son las que primero pisan el terreno; las que primero comienzan a jugarse la vida frente a las llamas y las últimas que se van cuando todo ha terminado? Con su mínimo equipo y su andrajosa apariencia son la punta de lanza que nos defiende y evita males mucho mayores.

En estas fechas, las mal llamadas BRIF claman al desierto por unas mejores condiciones de trabajo. No hay respuesta.

Y yo en Espinareda de Vega, desde mi casa y mi huerta intactas pero cubiertas de ceniza les doy las gracias a todos pero en especial a los desarrapados hombres de amarillo y daría mi dinero y mi sangre para que siempre estuviesen ahí, vigilantes, con su uniforme dorado intacto y sin dar un palo al agua durante todo el verano.
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