20/02/2022
 Actualizado a 20/02/2022
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El mar siempre me resultó lejano. Más lejano de lo que está en realidad, teniendo en cuenta que el Cantábrico ruge detrás de la montaña y solo te separan de él un par de horas. Será porque desde tierra adentro no se siente ese reclamo, esa atracción casi fatal que ejerce el océano sobre los suyos, pero siempre me pareció que un astrolabio solo existe en las enciclopedias y arribar y mascarones son palabras para uso de poetas. Terranova no pasó de ser un lugar legendario, tan al límite del mundo que acaba justo detrás de la niebla, donde navegan barcos fantasmas y el Titanic se hunde una y mil veces con el canto de ballenas como réquiem, acompañadas de un concierto de violines. Las sirenas (sin escamas) son otra cosa… ésas siempre me asustaron. Es el único elemento que entrelaza mar y tierra en mi cabeza. Son como un gemido precursor de tragedias, que lo mismo anuncian el derrumbe de una mina como traen el bramido de los barcos heridos en altamar. Detrás de una sirena siempre se intuye un pueblo llorando abrazado, encogido por el dolor, escondiéndose entre los pliegues del miedo para no oír el nombre de los suyos porque quien lo anuncia, suele hacerlo en carne viva. Cuando ruge una sirena es el único momento en que todos ruegan que el nombre del ser amado no exista.

Dijo el filósofo Anacarsis que hay tres tipos de hombres: los vivos, los muertos y los marineros porque, en aquellos tiempos, no se sabía a qué grupo pertenecían desde su partida hasta su regreso, por la falta de comunicación durante meses. Ése ha sido el agónico sentimiento de la comarca de O Morrazo estos días, sin saber si los suyos eran vivos, muertos o desaparecidos, que siendo lo mismo, es algo trágicamente diferente. Ante las escenas de dolor que han golpeado las costas gallegas con más fuerza que las olas, es fácil ponerse en su lugar para quienes han esperado en la boca de una mina, repitiendo lo mismo que ellos: «solo nos queda rezar», «si al menos supiéramos los nombres…», «solo podemos esperar…» Y esperan un tiempo tan largo y espeso, que podrían cortarse los minutos en rebanadas y sentarse a descansar en cada uno de ellos, antes de que nazca el siguiente. Parecen presentes, pero están tan allí, que la niebla de Terranova les cala los huesos. Y siguen rezando. Impresiona lo similar que viven su tragedia a lo vivido tantas veces en nuestras cuencas mineras. El desplome de una mina y un naufragio son iguales. Nunca hacen llorar a una sola familia. Lloran pueblos enteros. Lloran juntos el mismo dolor, sin saber aún el nombre de las víctimas, que desde que lo son, pasan a ser de todos. Esperan juntos, sin saber si a un vivo o a un muerto.

No comprendo cómo el mar y el coraje de los marineros me han sido tan ajenos si son como los hombres de esta tierra. Unos lucharon a brazo partido, buscando el pan en las profundidades de la tierra y otros, con el monstruo azul, para sacarlo de las profundidades del agua, encarándose con la furia del Atlántico Norte y sus temporales, sus aguas gélidas minadas de icebergs procedentes de Groenlandia, en las que se esconde el fletán negro. Una vez más, hombres de verdad encontrando la muerte donde buscaban la vida para sus familias y una vez más, muertes reducidas a unos minutos informativos, relegadas por la vergüenza nacional, jugando a detectives y corruptelas.

La implacable Terranova sigue haciendo honor a su mala fama. El Villa de Pitanxo ya forma parte de la crónica negra de sus aguas. Dirá la historia que zarpó de Marín un veintiséis de enero con veinticuatro vidas a bordo. Casi una semana de navegación, rumbo a la muerte, que les esperaba a doscientas cincuenta millas náuticas de la costa de St. Jhon. Dos alertas en la madrugada del martes quince de febrero, fue su despedida, sin que el mar se inmutase. Lo dejó dicho Benedetti: «el mar no se avergüenza de sus náufragos, carece totalmente de conciencia…». Solo perdonó la vida a tres marineros para que pisen tierra firme y estrenen de nuevo los caminos de sus pueblos. Los compañeros perdieron la nave de regreso y quedaron encallados entre olas de hielo de un mar montañoso, como lo han descrito estos días. Quizá, si no regresan, queden oyendo el eterno son de los violines del Titanic que, tras aquel flemático «Caballeros ha sido un placer tocar con ustedes esta noche», enmudecieron y se entregaron al mar para recibir a los marineros gallegos.

Estos días la tristeza azota por el norte y algunos nos sentimos tan vosotros, que los vencejos son gaviotas, las águilas reales son albatros, el mar nos entra en casa y vuestra zozobra nos alcanza. Mientras nosotros miramos a Galicia, Galicia llora y mira al horizonte gris plomizo, pidiendo que traigan a sus hombres para descansar en casa. Esta travesía será sin brújula ni faro. Conocen el rumbo y por una vez, incumplirán una de sus supersticiones: no oír el tañido de campanas en el momento de zarpar. Será inevitable que en este viaje las campanas repiquen para ellos. Buena proa, marineros. Bicos, galegos.
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