29/06/2015
 Actualizado a 07/09/2019
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Cabe la posibilidad de que Grecia tenga que argumentar que su yogur es el mejor del mundo, y quizás el de toda la historia, para construirse un lado positivo en esta Europa que quiere romper con ella a toda costa. Ahora mismo, parece que es lo que le queda para salvar la imagen ante los socios. El yogur. De nada servirá a Tsipras recordar que cuando hablamos de Grecia estamos hablando de la madre de la civilización, de la inventora, en realidad, de la propia idea de Europa (o poco menos), de la creadora de la democracia, de la patria de una parte fundamental del pensamiento mediterráneo. En fin: nada de eso cotiza en bolsa. El pasado, pasado está. La historia permanece cubierta de polvo, y mucho más la historia de la cultura (a quién le interesa eso, por Dios: ¿acaso no estamos en la enésima ley de Educación? Homero es ya un viejo sin remedio: ¿alguien quiere tuitear la Odisea en los ratos libres?). El dinero, queridos, sólo entiende de frescura, de inmediatez, como las lechugas, no hay manera de envolver a Sófocles en el billetamen, las ideas estuvieron bien, pero ahora, una vez inventado el mundo, una vez levantadas las columnas y los templos, sólo se pregunta por la pasta: ¿quién va a pagar esto? El resto es silencio. Los analistas van a condenar a Tsipras por forzar el referéndum. Fue decir referéndum y cortarse la diplomacia del yogur. No le van a perdonar esas veleidades de la nueva política, porque en Europa los fríos contables, sin el golpe de calor del aire africano, no se enternecen con los libros de historia. Prefieren los libros de cuentas. Las palmadas en la espalda a Tsipras, este niño díscolo que no se aviene a hacer los deberes impuestos por los relojeros centroeuropeos, no eran síntoma de nada. Puro teatro. Pura tragedia griega. Varufakis logró levantar más pasiones estéticas que otra cosa: alababan sus camisas, pero seguro que al minuto le pedían la factura del modisto y el recibo del tinte. Así tenemos hoy el Mediterráneo. Los cruceros lo surcan como en un sueño azul, como si alguien fuera colocando decorados para sostener las viejas glorias. Grecia caída sólo puede sentarse a la puerta del Pireo y de las casitas blancas, a comerse el yogur de la historia: el último resto de su grandeza. Dicen que entra ya el miedo por el embudo del mar, que se cuelan las nuevas luchas de religión, que el Mediterráneo vuelve a ser el escenario de sangre de las luchas entre oriente y occidente. Habría que pedirle a Grecia que crease un nuevo milagro, una nueva modernidad, pero en Europa hace tiempo que matamos a todos los dioses, salvo los del dinero.
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