11/01/2015
 Actualizado a 14/09/2019
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En Occidente resolvimos el problema de la intolerancia religiosa hace siglos, gracias a un derecho fundamental llamado libertad de culto, que obliga al Estado a garantizar que todo el mundo pueda vivir su religión, agnosticismo o ateísmo, de forma libre y pública. El problema es que hay movimientos religiosos a los que no satisface poder practicar su religión de forma libre y pública, sino que se consideran con el deber sagrado de promover que todo el mundo adore a su dios o, de lo contrario, sea muerto. Y frente a ello, los occidentales, especialmente los occidentales europeos, llevamos años perdiéndonos en disquisiciones babosas sobre alianzas de civilizaciones y antiamericanismos varios, y haciendo el ridículo en política de inmigración y en política exterior, en lugar de mantener, unidos, una defensa firme de la libertad.

Imagínese, por ejemplo, que, bien por desinformación, bien por pura estulticia, es usted uno de esos que en los últimos años no ha salido ni a comprar el pan sin la rodea de Jomeini anudada al cuello. ¿Le reconocerán ahora que tiene que quitársela para proclamar a los cuatro vientos el je suis Charlie?

Siempre podrá decir, como se lee en todas y cada una de las columnas progres publicadas en los últimos tres días, que estos terroristas no representan al Islam. Podrá decirlo siempre y cuando a usted la verdad le importe un pimiento, porque lo cierto es que en el mundo hay Estados enteros – como Irán o Pakistán– en los que el Islam, asentado en el poder y sin indicios de disidencia islámica alguna, persigue, excluye, tortura y asesina cada día por motivos religiosos, ante la absoluta indiferencia de Occidente.

Siempre podrá decir que los asesinos de París, o los que cortan cabezas en Youtube, son una minoría ajena al Islam, pero de 50 países en los que el cristianismo es perseguido de forma violenta, en 40 de ellos lo es por el extremismo islámico.

Asia Bibi es una mujer católica pakistaní con cinco hijos, que fue condenada a la horca en 2010 por el delito de blasfemia contra el Profeta Mahoma, no por agredir públicamente los símbolos religiosos de nadie, sino simplemente por no convertirse al Islam. A lo largo de todo su proceso, y ahora, mientras espera en la cárcel la confirmación de su condena, el mundo político occidental, y la prensa que se ahora se rasga las vestiduras ante la salvajada de Charlie Hebdo, ha mantenido una indiferencia repugnante y cómplice en el caso de Asia Bibi. Quizá cuando, por fin, todos seamos Asia, podamos evitar nuevos Charlies.
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