09/10/2021
 Actualizado a 09/10/2021
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Desde tiempo inmemorial he sido leal registro de vuestras andanzas, vivencias y sentimientos. Aliado callado y cómplice, guardián de palabras, testigo callado y cómplice de cuitas y goces.

He narrado vuestros secretos, escudriñado en lo más recóndito de lo secreto, he sido hortelano de vuestras desventuras. Pude atesorar las palabras que hilvanaron los diálogos trágicos, las cómicas parodias, el devenir tragicómico de vuestros días.

Di esplendor con mi soberbia presencia a los anaqueles de la biblioteca de Alejandría. Tras iniciarme en piedra, barro, metal y madera fui nacido, como me describe Irene Vallejo en su ‘Infinito en un junco’ «cuando las palabras, apenas aire escrito, encontraron cobijo en la médula de una planta acuática». Me crié entonces al dictado de cálamo y tinta y fui prolífico en prosa y verso. Luego fue la piel tatuada de palabras en pergamino la que me dio cobijo hasta que la diosa imprenta llegó en el siglo XV, época de la emancipación humana, que me dio alas para ondear por bibliotecas, muchas veces sorteando versos que me colocaban en listados prohibidos bajo penas eternas. Entonces me querían y respetaban porque me atribuían el poder de forjar sabios y derrocar conjuras de necios. Reconocían el mérito de albergar en mis entrañas la llave de la felicidad y la lucidez que conduce a la inmortalidad.

Entonces llegó la imagen, y comenzaron a cuestionarme.

Después, al dictado de la era digital y pese a que intentaron orillarme, no me importó lucir sapiencia en soporte rígido, y me cobijé entre brillantes pantallas, palpitando en las pupilas de los oscuros túneles de metro o acaso palpitando desangelado sobre una arrugada toalla extendida sobre la arena, al compás de la tórrida canícula estival.

Creí resurgir cuando aquel cómplice virus les confinó durante un tiempo. Se jactaban de leerme por decenas, proliferaron los que aseguraban recrearse en mis entrañas.

Pero el espejismo no se alargó demasiado tiempo. Y se confirmó la sospecha: empezaba a formar parte de la tibia clandestinidad, sobre todo entre los menos longevos.

Esta semana me lo han confirmado. El lunes, al señor Mark Zuckerberg se le cayó todo ese entramado social que les emboba a diario. Y entonces le escuché a ella, una adolescente de esas que antes se escondían para devorarme en la soledad de su habitación. Desde el receptor hablaba sobre mí con impúdico desdén: «Pues me he buscado una red alternativa. No voy a leer un libro».

Fue entonces cuando yo, Libro, recordé aquella premonitoria frase de Oscar Wilde: «Cada hombre mata lo que ama».
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