Ya no quedan vacas en el pueblo de Horcadas

Nino Valbuena se jubila y con ello acaba el oficio de ganadero en una localidad en la que los viejos establos no han encontrado relevo generacional. Sus últimas vacas se las llevaron el 30 de diciembre y todavía le duele recordar ese momento que llegó después de más de tres décadas "peleando"

T. Giganto
09/01/2022
 Actualizado a 09/01/2022
Nino en uno de sus establos, ya vacíos. | REPORTAJE FOTOGRÁFICO: MAURICIO PEÑA
Nino en uno de sus establos, ya vacíos. | REPORTAJE FOTOGRÁFICO: MAURICIO PEÑA
Al llegar a la entrada de casa de Nino Valbuena, en Horcadas, no hace falta tocar al timbre. Ya le avisan sus perros, Lobo y Loba, de que alguien le espera fuera. Tras los ladridos aparece el anfitrión que abre la puerta de par en par. Invita a entrar hasta la cocina, que es lo más similar a la gloria cuando en la calle comienzan a caer unos buenos copos de nieve y allí dentro la económica y la hornilla cumplen con sus funciones. A su orilla se coloca Nino y comienza el relato de su vida como solo saben hacer los hombres de buena conversación, con un explique templado que arrullan las vecinas aguas del embalse de Riaño. Rompe el dique de los recuerdos y comienzan a manar a borbotones ya que los últimos días han sido de emoción. Acaba de jubilarse del oficio de ganadero y el 30 de diciembre se llevaron sus últimas vacas y las últimas de Horcadas, pues con el fin de su etapa laboral llega el fin de la ganadería al pueblo. «Bueno, a ver si me entiendes... Yo por mi no me jubilaba pero... ¿Qué? Si no tengo relevo generacional y está uno solo y ya... Esto es así...», dice con la mascarilla, que no deja ver el gesto de su boca pero que no impide contemplar unos ojos azules en los que se transparenta la pena que le ha dado despedirse de su ganado. «He peleado mucho, ¿sabes?», asegura.

Nino es el cuarto de diez hermanos, tiene 24 sobrinos y los 66 años pendientes de cumplir el próximo marzo, lleva más de cuatro décadas cotizadas a la Seguridad Social y la nueva etapa de jubilación se le presenta con pocas posibilidades de aburrimiento con el huerto, la recogida de hierba y leña y los cuidados que ahora se llevarán en exclusiva las tres yeguas y los dos potros con los que se ha quedado. Desde marzo del año pasado, Nino se ha mantenido en jubilación activa, pero ahora ya cuelga definitivamente la funda de trabajo con la que se vistió hace más de 30 años para pesar de su padre. A él le ayudó desde niño y después se fue de Horcadas para trabajar en la construcción y en la limpieza. Recuerda con exactitud las fechas de los contratos que le han mantenido activo desde que cumplió los 18 años. Trabajó haciendo carreteras por la zona y después se fue. «Estuve en Valencia del Cid en la construcción de la central nuclear de Cofrentes allá por 1975 y después me fui a Madrid para trabajar en los puentes de la M-30. Justo allí me pilló la muerte de Franco», relata. De Madrid volvió a León y trabajó en las obras del mercado de ganado justo antes de ir a la mili. La tierra le tiraba a Nino y no se olvidaba de Horcadas. Tampoco del ganado. Pero su familia prefería que se buscase el porvenir por otro lado «y no hay peor cosa que quieran organizarle a uno la vida». Consiguió trabajo en la limpieza del Hospital de León por las noches «pero ganaba poco», con que buscó otro trabajo en la construcción para hacerlo durante el día. «Después empecé a trabajar de celador en el Princesa Sofía, en León. Fui un fiel cumplidor de mi trabajo, pero había quien se merecía más que yo aquel puesto. Además, mi padre se iba haciendo mayor y la salud comenzaba a fallarle... Así que yo me arremangué, pedí la cuenta y volví a Horcadas», recuerda teniendo muy presente el disgusto de su padre con su decisión de regresar. «Pero yo no me arrepiento de lo que hice», asegura.  En la conversación con Nino es inevitable charlar de sus nueve hermanos de quienes habla con admiración como lo hace de sus 24 sobrinos. Él quedó soltero. «Si no se hacen las cosas cuando se tienen que hacer, después nada. Ahora para declaraciones solo estamos para la de la renta. Será que no me quisieron bastante», cuenta con sorna. En esa charla amena sale muchas veces el verbo pelear. «He pelado mucho», «peleé todo lo que pude», «y ahí estuvimos, peleando». Sus armas han sido siempre sus ganas de trabajar y el amor por los animales; pero eso no ha sido suficiente para las batallas propias de la vida, y del oficio. «La vida de ganadero es dura, ¿eh?», dice tras recordar las muchas noches que tenía que subir al monte para ver si la vaca que estaba pendiente de parir se ponía de parto. «Aquí a nada que te mueves es todo subir», dice ya con las madreñas calzadas mientras se acerca a uno de los establos en los que ordeñaba. «Tenía vacas de leche pero después aquello no era negocio. Vamos a ver. ¿Cómo podía ser que me pagaran la leche a 22 céntimos, más barata que el pienso?», lamenta. Mientras que Loba se queda vigilando la casa, Lobo no pierde de vista cada uno de los movimientos de su compañero de vida que muestra las pesebreras de madera pulida que tantas veces rellenó para dar de comer a su ganado. «Aquí ordeñaba, ¿ves?», dice en un cobertizo de techo bajo colmado de hierba en la parte superior. Nino tiene las cuadras inmaculadas y con todo bien ordenado. «Vienes aquí, está todo vacío, y... ¿Cómo no me va a dar pena», sostiene. Son quizá el lugar donde más tiempo ha pasado en estas últimas décadas de su vida y en ellas guarda hasta el primer tractor que tuvo su padre y que compraron «hará ya 45 años». «Cuando llegó esto... ¡Imagínate! Aunque a mí me tocó mucho segar a guadaña... Era duro. Había que pelearlo», recuerda Nino conjugando su verbo favorito. La conversación se detiene en lo mucho que ha cambiado el oficio de ganadero y en la amenaza del lobo en la zona. «Es un tema que preocupa y mucho», reconoce. Por las calles de Horcadas no anda ni el gato, pero unas cuantas chimeneas humean anunciando vida. «Mira, esta casa era un establo. ¿Y ves aquella? Otro. Y mira esta, aquí tenía el ganado mi abuelo», va contando Nino en un paseo en el que Lobo guía y la nieve acompaña, con el único sonido de las madreñas de Nino por las calles que durante el invierno transitarán «no más de 14 vecinos o así». El último ganadero de Horcadas no puede por menos que volver al calor en mitad del frío, al verano, al pueblo con niños. «Les enseño a ordeñar y no veas cómo se pone esto de chicos y lo que les gusta. Les mando ordeñar pero aprietan, aprietan y no les sale la leche», cuenta entre risas. Le van a echar de menos los pastos de La Prada, que ya no tendrán su visita nocturna, pero también los pequeños que con él han aprendido que la leche no mana de una fuente en la industria. Él también lo echará de menos. Lo dicen sus ojos vidriosos cuando recuerda ese momento en el que el camión se llevó las últimas vacas de Horcadas el 30 de diciembre. «Nada, se le saltan a uno las lágrimas... Porque mira que el ganado da disgustos y se enfada uno muchas veces con él pero...». Pero fue su vida, la que él eligió.

Nino levanta la mano para despedirse y no entra en casa hasta que no ve desaparecer el coche. La niebla va bajando, se cuela por las calles hasta fundirse con el humo de las chimeneas y la nieve arrecia. Mientras recorremos el camino de vuelta bordeando el agua de Riaño es inevitable confirmar lo que todos nos habían anunciado: «Pues sí que es buen paisano Nino, sí».


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