10/05/2021
 Actualizado a 10/05/2021
Guardar
Animados por la alegría de recuperar movilidad y por la primavera, volvieron a verse entre los pinos y los robles del alto de Las Lomas las luces de los coches de esas parejas que suben allí arriba a ver las estrellas o a disfrutar de las vistas sobre la ciudad con la Catedral iluminada. Se acabaron los cuchicheos, las copas sin hielo y los bailes mudos. En algunos portales padecieron el fin de la clandestinidad, pero los vecinos menos afortunados no fueron los únicos que lamentaron el fin de la restricción: Desde una ventana, una cara con gesto compungido veía alejarse al ligue de esa noche, libre para desayunar en casa o donde le diera la gana.

Por la calle, nos mirábamos al cruzarnos y se intuía la sonrisa bajo la mascarilla, esa complicidad motivada por una curiosidad simplona ¿Le habrá cambiado el gesto a esa ciudad nocturna que no vemos desde hace 170 noches? Reconozco que esperaba sorprender a algún jabalí de paseo o a alguna banda de gatos apostados en mitad de la calle. Nada de nada. Les habrá fastidiado tener que volver al monte y a los tejados. Pero también creía que algún entusiasta se iba a animar con fuegos artificiales a las doce en punto y no escuché nada. Normal, ya se nota el peso de la pandemia en el ánimo, queda poquita guasa.

En el pueblo, algunos también salieron a la puerta. Más que por el fin de la restricción, para contar cuantos urbanitas tenían la ocurrencia de acercarse por allí. Me abstuve de preguntar cuántos iban contándonos a nosotros. Para la mayoría, las calles vacías por el toque de queda se asocia a un golpe de estado, una revuelta o una guerra. En los pueblos no hay tal percepción de alarma, lo excepcional es que haya algo de tráfico.

Con este poquito que contar –básicamente, que el mundo sigue girando– llegué a casa antes de que amaneciera. Antes de dormirme, Sherezade me lanzó una mirada de reproche.
Lo más leído