04/02/2021
 Actualizado a 04/02/2021
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Cuando éramos jóvenes e influenciables, en mi pueblo decíamos que sólo había cuatro verdades: comer, beber, dormir y fornicar. Todo lo demás era fascismo. A lo mejor exagerábamos bastante, pero la juventud y su inconsciencia tenían (y tienen) esas cosas. Mucho deberían aprender de nosotros los que, en estos tiempos, llaman fascista a todo aquel que no comulgue con sus ideas y con sus actos. Nosotros, desde luego, éramos mucho más radicales que ellos. En cada momento de la historia debe de existir un partido o movimiento político, la CNT, ¡claro!, que actúe como el ‘Pepito Grillo’ de la sociedad, recordándola siempre lo que es ético y lo que no; por supuesto, este movimiento o partido no debe de tocar nunca el pelo del poder, porque, en el momento que lo toca, se vuelve igual de siniestro que el que siempre lo ha tocado y así no vamos a sitio ninguno.

En aquel tiempo tan divertido de nuestra juventud no pensábamos en el día de mañana. Lo importante era el hoy, el ‘carpe diem’ que decían los romanos. Más allá de las doce la noche, todo era una incógnita y como tal irresoluble, las más de las veces, por lo que agarrábamos de la pechera al destino mientras cambiábamos de enamorada, de bocadillo (el de calamares del San Román por el de mejillones en escabeche del Alejandro) o del cubalibre de ron con Coca Cola por un ‘ginto’ por su sitio. En realidad, daba lo mismo todo. Lo molar era no parar de hacer aquello que nos estaba prohibido, porque si lo prohibían los curas o los picoletos, es que era bueno. No es de extrañar que muchos de mis compañeros de rebeldía murieran mucho antes de tiempo. Como decía la semana pasada el tío Ful, cuando recordaba a Anastasio Prieto, de Taranilla, luchador excelso y un viva la Virgen, «fue malo ‘pa’ él», nunca para los demás. El caso es que la muerte estaba presente casi permanentemente, en forma de accidente de tráfico, de hígado encebollado o de un delirio extraordinario del que no era sencillo bajar. También, por desgracia, hubo gente que se quitó del medio, que se borró de la vida, que fue incapaz de soportar la estupidez de la vida.

En estos momentos tan funestos de nuestra historia, con decenas de miles de muertos a destiempo sin haberlo ellos buscado, con una crisis económica que pagarán nuestros nietos y con una sociedad carente de ningún valor transcendental, no sabemos la cantidad de gente que se ha suicidado. Seguramente sean muchos y estamos tan tranquilos, pensando que, a lo mejor, los siguientes seremos nosotros. Bueno, uno no, porque reconoce que es más cobarde que el mayor de los cobardes, y, para suicidarse, hace falta, lo primero, estar desesperado y lo segundo, tenerles como el caballo de Espartero.

Cuando hablo de esto, siempre me acuerdo de Estanislao de Kotska Rodríguez y Rodríguez, por mal nombre ‘El Mierda’, protagonista de una etapa del ‘Viaje a la Alcarria’ junto a Camilo José Cela, su autor. El hombre estaba cojo por encima de la rodilla. Así, más o menos, lo contaba. «Pues, ¿sabe usted?, estaba yo harto de la vida y decidí ponerla fin. El día de San Andrés del año de la república, me acerqué a las vías del tren, me tumbé y esperé. Cuando le oí llegar, creí volverme loco y casi cuando le tenía encima, dije: salta Estanislao, salta que te trinca. Pero no me dio tiempo a salirme del todo y allí dejé la pata. Cuando me socorrieron los peones, vieron que me había cagado y de ahí el mote que llevaré hasta mi muerte».

En estos días, también, se celebran los ochenta años de Renfe. ¿Cuánta gente se sirvió de la compañía de ferrocarriles para pasar página? No hace mucho, uno que está de prácticas conduciendo estos artefactos, me contó que algún compañero suyo, al limpiar el parabrisas, después de llegar a la destino, halló restos que parecían humanos al lado de las moscas, los pardales o las vacas que fueron arrolladas por no saber interpretar los carteles que hay al lado de las vías. No sé, la verdad, si estos conductores cobran un extra por tales inconvenientes, pero deberían. Creo que la Renfe va en cabeza en la clasificación, por delante de los que se tiran por el puente que ha en la calle Segovia, en los Madriles, que mira que se han sacado tajada los novelistas a ese dichoso puente. Y por delante, también, de los de la soga, digamos la más tradicional de las maneras que han usado los hombres para palmarla porque les sale de los cojones. Un tío abuelo de mi madre, natural y vecino de Boñar, además de suicida era muy mirado. Él tenía un almacén de materiales de construcción, dónde, por supuesto, también vendía sogas. Pero para el último trance fue al almacén vecino, el de Costillas, y compró allí la cuerda porque era mucho más barata que en el suyo. Eso, no me lo neguéis, lo hace uno que quiere dejar a su familia bien montada en el dólar...
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